Mi estómago
comienza a rugir como león en celo, anunciando lo que presiento: Tengo un
hambre bárbara.
Suspendo
temporalmente mi trabajo, y con motivación profunda saco de mi lonchera negra,
mi vasija de cristal con la comida preparada; luego me dispongo a calentarla en el horno
microondas que se posa en la pequeña cocina pirata que tenemos en nuestro piso.
Mientras mi cena
da vueltas dentro del electrodoméstico, mis tripas giran de igual manera,
sabiendo que en pocos minutos serán atendidas como reinas.
Me sirvo un vaso
de agua fría, y me siento en mi escritorio para saborear un buen plato de espagueti
con pollo en salsa de champiñones.
Disfruto cada
bocado al máximo como si no hubiera comido en mucho tiempo. Una vez finalizada
la función gastronómica, busco mi cepillo de dientes y me dirijo al baño aún
con la boca untada de salsa.
Me tomo mi
tiempo para limpiarme y cepillarme. En ese momento entra uno de los guardias de
seguridad del edifico en el que trabajo, y me saluda cordialmente. Aquel hombre
y yo hablamos constantemente en los pasillos, y siempre que llego a mi trabajo
nos saludamos con un buen apretón de manos, al igual que cuando me marcho a
casa.
El hombre
(apurado por una necesidad fisiológica que entiendo perfectamente), va directo
al orinal que se encuentra al final del baño, y sacia su apuro. Luego da media
vuelta y sin tocar ninguno de los tres lavamanos, se marcha muy tranquilo y
sonriente.
En ese momento
se viene a mi mente cada una de las 1356 veces en que he estrechado sus manos,
quizás meadas o por lo menos salpicadas con sus orines. No lo puedo evitar:
siento un asco intenso.
Como si fuera yo
el que acaba de expulsar su líquido, me lavo las manos una y otra vez, al
momento en que tomo una decisión que no quebrantaré: No volveré a saludar de
mano a aquel cochino y sucio sujeto.
Regreso a mi
oficina y sigo trabajando. Las horas pasan y olvido lo sucedido. Mi jornada
laboral llega entonces a su fin, y me dispongo a marcharme a casa, con un solo
objetivo: Dormir.
Salgo del
edificio en total soledad. Camino hacia mi auto y lo prendo. Luego alguien toca
mi ventana. Miro y es precisamente el guardia de seguridad.
-Se te cayeron
las gafas-, me dice mientras con una risa de oreja a oreja me mira.
-Gracias, no me
di cuenta-, le digo, y sin saber por qué al momento en que las recibo, estiro
mi mano y le aprieto nuevamente la suya.
Luego me doy
cuenta de lo que hice, y sin remedio emprendo mi camino hacia el lavamanos de
mi casa.
Moraleja:
Llevaré en mi bolsillo un frasquito de desinfectante de ahora en adelante, pues
nunca se sabe quien no se lava las manos.
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