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miércoles, 2 de septiembre de 2015

Las galletas voladoras

Voy rumbo a mi apartamento después de una larga y complicada jornada de trabajo. Estoy exhausto y solo pienso en llegar a casa, tomarme un café con leche hirviendo, una ducha y tirarme a mi cama a leer.

Al pasar por el supermercado recuerdo que la jarra de leche está vacía, y como por instinto detengo mis llantas en un freno estrepitoso que causa un ruido agónico en el pavimento, llamando la atención de cuantos están saliendo con sus compras.

Bajo con rapidez del auto, caminando como autómata y sin mucha coordinación en mis pasos. Me siento totalmente cansado. Me duelen las piernas (ya que cuando escribo bajo la presión del tiempo, apoyo con fuerza mis pies contra el piso, generando que mis pantorrillas sufran las consecuencias). Además tengo un grave dolor de cabeza emanado de una tarde sin tiempo para comer en absoluto.

La verdad es que hay jornadas donde una noticia de última hora acapara la atención mundial, y cuando tienes que llevarla al aire en un programa  de una hora en vivo, pues quieres abarcar todos los ángulos posibles para entregarla al público de una manera responsable y sin dejar cabos sueltos.

En fin, entro al supermercado luciendo como una toalla mojada y escurrida. Pensando que compraré algo más que la leche, decido tomar un carrito que además me ayude a sostenerme en pie durante mi compra alimenticia.



Comienzo a llenar el carrito con pan, salchichas, mortadela, queso, cervezas, jugo de naranja, y mientras levito, el cansancio se hace cada vez más fuerte. Mis ojos me pican y los bostezos no cesan de arribar.   


Mando todo a la mierda y decido regresar a casa con lo que tengo, a sabiendas que en mi nevera faltan aún cosas importantes. Me dirijo entonces a la caja para pagar, pero pierdo la visión del camino por una milésima de segundo, y entonces me accidento contra una pirámide de galletas que residía en la mitad de un pasillo.


El estruendo me hace reaccionar, y cuando me entero de lo que acabo de hacer veo paquetes de galletas volando y cayendo justo sobre mi..

Intento entonces -sin reflejos- evitar que las galletas voladoras se estrellen contra el piso, pero por más que abro los brazos, no logró detener ni un solo paquete. (Menos mal no juego béisbol).

El ruido del choque, llama la atención de muchos empleados del supermercado, quienes llegan a preguntarme si estoy bien.

Les ayudo con el rostro rojo a recoger las galletas quebradas del piso, mientras algunos clientes se ríen de mi acrobacia fallida.

Salgo de nuevo empujando mi carrito hacia la caja donde pagaré mis compras, y en donde la mujer que la atiende no ha dejado de mirarme con ojos de recriminación.
Apenado, comienzo a sacar los artículos del carro y a posarlos sobre el mostrador de aquella enojada señora, de la que presumo está tan o más cansada que yo. Una fila de clientes espera detrás de mí, y al mirarlos algunos levantas sus cejas como empujándome a que me mueva con mayor agilidad.

Pienso que debido a mi cansancio descomunal, he sacado el jugo y los demás artículos en cámara lenta, así que me apresuro a pagar. Busco mi cartera en el bolsillo trasero de mi pantalón, pero para mi sorpresa no la encuentro.
Me asusto por un segundo, pero inmediatamente recuerdo que la dejé sobre el asiento de mi auto.

Me excuso con la cajera y los clientes, diciéndoles que olvidé el dinero en mi carro, pero de nuevo la intolerancia de aquellas personas inunda mi entorno.
-Lo siento, ve por tu dinero pero tienes que volver a hacer la fila-, me dice la mujer con voz de ultratumba.

Nuevamente apenado, salgo del supermercado sin mirar atrás, ya que estoy seguro que de hacerlo me golpearé con ojos malvados de clientes a los que no les agrado.
Abro mi carro, verifico que mi billetera está ahí, y tomo la determinación sabia de la noche: Emprender mi camino a casa sin leche, pan, jugo o salchichas.

Estoy seguro que sobreviviré sin mi café, aunque me acostaré igual de quebrado a las galletas voladoras.

 

 

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