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jueves, 3 de septiembre de 2015

Menos mal mi pantalón era azul oscuro...


Nunca me había pasado. No sé si preocuparme o no, quizás reírme o analizarlo; o solamente esperar a que jamás suceda de nuevo.

Pensé en no escribir mi trágica experiencia, pero la verdad es que pienso que compartirla es divertido, además, estoy seguro que no soy la primera persona a la que le pasa algo así.

Vistiendo mis pantalones azules oscuros, unos tenis relativamente nuevos y una camisa cualquiera, me fui a hacer unas compras de un material que necesitaba en una ferretería.

La mañana estaba supremamente calorosa, y noté el bochorno inmediatamente salí de casa. Para mi suerte (o desgracia posterior), llevaba conmigo una botella de agua helada, la que finalicé minutos después de emprender mi ruta hacia la enorme tienda.

Logré parquear mi carro como a una cuadra de distancia de la entrada principal, ya que todo el sitio estaba abarrotado de vehículos, como si estuviesen regalando algo dentro de aquel almacén.

Al llegar a la puerta, estaba completamente sudado y deshidratado. Puedo jurar que la temperatura llegaba a 100 mil grados, y yo los sentía todos en mi frente.

Al entrar, lo primero que hice fue comprar una botella de agua, la que me tomé sin respirar, y una vez finalizada, decidí comprar una más, pues aún estaba sediento.

Me dirigí entonces al pasillo donde vendían lo que yo necesitaba, y con rapidez encontré mis artículos. Los pagué en un dos por tres y salí de la tienda, donde me recibió el astro rey con sus rayos lacrimógenos. Antes de comenzar mi camino hacia el auto, terminé mi botella de agua, y aprovechando que había un hombre vendiendo agua en la calle, opté por comprar una nueva botella.

-El agua es vida-, pensé, agradeciendo poder tener acceso al líquido que balanceaba mi pérdida de sales minerales.

Después de un largo y tortuoso camino bajo los rayos del sol, arribé a mi auto. Guardé entonces en el portamaletas las bolsas plásticas con mi compra, y me senté en mi auto, dispuesto a partir, pero en ese momento algo sucedió.

Mi vejiga anunció la llegada de una tempestad.

En aquel momento me di cuenta que estaba a punto de orinarme, y me sorprendió que las ganas no me dieran minutos o incluso, segundos antes, mientras caminaba hacia mi vehículo.

Pensé con rapidez en una solución. Sabía que el baño más cercano estaba en la parte trasera de la ferretería, y sintiendo mis ganas apresuradas, me di cuenta que no llegaría a tal destino.

Busqué con mi mirada de desespero algún otro sitio, pero había mucha gente pasando a mi lado, y un árbol, o un arbusto no estaban dentro de las posibilidades reales, y no quería ser arrestado.

Tenía que tomar una decisión drástica en los próximos segundos, y así lo hice.

Abrí entonces el capó del carro, y me bajé de él dispuesto a mirar el motor y pretender que algo no estaba bien con mi máquina.

Luego, sin mayor opción, comencé a orinarme sobre el pantalón, tal como lo hace un pequeñuelo de 4 años que no puede abrir el botón de su pantalón durante su estancia en la escuelita.

La diferencia es que yo no tenía 4 años, ni tuve complicaciones con mi botón. Fue solo que no alcancé a llegar a un baño.

Mientras me orinaba encima de mí mismo, y miraba con angustia el motor de mi carro, un auto se detuvo. Luego, una mujer de unos 40 y tantos años, me preguntó que si necesitaba cables o ayuda de alguna manera.

-¿Tiene un pañal?-, pensé en decirle, pero me contuve, y le dije que todo estaba bien, y que ya venía mi mecánico.

La buena samaritana insistió en ayudarme, pero yo insistí en que se marchará, evitando que se bajara y viera el charco en el pavimento, y no precisamente ocasionado por el sudor de la mañana caliente.

Al fin terminé de orinar, y después de que el desespero me abandonó, comenzó una nueva etapa: La de la tristeza y la preocupación.

Me parece increíble que no haya podido aguantar unas simples ganas de ir al baño, y aunque sé que tomé agua como un camello, mi vejiga debió ser más fuerte.

Pero ahora el problema era diferente al médico. La pregunta del millón surgía entonces:

-¿Cómo me monto al carro todo empapado?-

Busqué en mi cajuela algo en lo que pudiera sentarme, pero no hallé nada más que una cruceta (en la que no me sentaría), y los bombillos que acababa de comprar.

Abrí la puerta trasera y con alegría vi que sobre la silla se posaban dos páginas de periódico que había comprado la semana pasada durante mi estancia en Colombia, y en el que había salido una entrevista que me habían realizado por el libro. Lastimosamente había botado el resto del diario, y solo quedaba esa página doble con mi foto y la historia de mi obra prima.

Sin remordimiento alguno posé aquella hoja en el asiento y me senté sobre mi propia cara, evitando así mojar demasiado el cojín. Usé también las bolsas plásticas donde estaban los bombillos, creando un diminuto espacio entre mi trasero mojado y el asiento.

Al llegar a casa un nuevo reto tuve que enfrentar. Aparqué mi auto en el sótano donde me corresponde, y luego tuve que decidir si subía a mi apartamento por las escaleras o por el ascensor.

Evitando dejar huellas y subir 5 pisos caminando, opté por la máquina de cables, con suerte tal que nadie se montó a hacerme compañía.

Entré a mi casa y me quité la ropa mojada contra la puerta. Luego abrí mi lavadora y arrojé allí la prueba del delito. Entré a la ducha e hice un trueque de aguas. (La sucia por la limpia).

Ahora, después de varias horas de mi gran orinada, he decidido hacer una cita médica para ver si algo está fallando en mi plomería. Ah, y no se preocupen, que el carro lo mandé a lavar y de nuevo huele muy bien.

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