Nunca me había
pasado. No sé si preocuparme o no, quizás reírme o analizarlo; o solamente
esperar a que jamás suceda de nuevo.
Pensé en no escribir
mi trágica experiencia, pero la verdad es que pienso que compartirla es
divertido, además, estoy seguro que no soy la primera persona a la que le pasa
algo así.
Vistiendo mis
pantalones azules oscuros, unos tenis relativamente nuevos y una camisa cualquiera,
me fui a hacer unas compras de un material que necesitaba en una ferretería.
La mañana estaba
supremamente calorosa, y noté el bochorno inmediatamente salí de casa. Para mi
suerte (o desgracia posterior), llevaba conmigo una botella de agua helada, la
que finalicé minutos después de emprender mi ruta hacia la enorme tienda.
Logré parquear
mi carro como a una cuadra de distancia de la entrada principal, ya que todo el
sitio estaba abarrotado de vehículos, como si estuviesen regalando algo dentro
de aquel almacén.
Al llegar a la
puerta, estaba completamente sudado y deshidratado. Puedo jurar que la
temperatura llegaba a 100 mil grados, y yo los sentía todos en mi frente.
Al entrar, lo
primero que hice fue comprar una botella de agua, la que me tomé sin respirar,
y una vez finalizada, decidí comprar una más, pues aún estaba sediento.
Me dirigí
entonces al pasillo donde vendían lo que yo necesitaba, y con rapidez encontré
mis artículos. Los pagué en un dos por tres y salí de la tienda, donde me recibió
el astro rey con sus rayos lacrimógenos. Antes de comenzar mi camino hacia el
auto, terminé mi botella de agua, y aprovechando que había un hombre vendiendo
agua en la calle, opté por comprar una nueva botella.
-El agua es
vida-, pensé, agradeciendo poder tener acceso al líquido que balanceaba mi
pérdida de sales minerales.
Después de un
largo y tortuoso camino bajo los rayos del sol, arribé a mi auto. Guardé
entonces en el portamaletas las bolsas plásticas con mi compra, y me senté en
mi auto, dispuesto a partir, pero en ese momento algo sucedió.
Mi vejiga anunció
la llegada de una tempestad.
En aquel momento
me di cuenta que estaba a punto de orinarme, y me sorprendió que las ganas no
me dieran minutos o incluso, segundos antes, mientras caminaba hacia mi vehículo.
Pensé con
rapidez en una solución. Sabía que el baño más cercano estaba en la parte
trasera de la ferretería, y sintiendo mis ganas apresuradas, me di cuenta que
no llegaría a tal destino.
Busqué con mi
mirada de desespero algún otro sitio, pero había mucha gente pasando a mi lado,
y un árbol, o un arbusto no estaban dentro de las posibilidades reales, y no
quería ser arrestado.
Tenía que tomar una
decisión drástica en los próximos segundos, y así lo hice.
Abrí entonces el
capó del carro, y me bajé de él dispuesto a mirar el motor y pretender que algo
no estaba bien con mi máquina.
Luego, sin mayor
opción, comencé a orinarme sobre el pantalón, tal como lo hace un pequeñuelo de
4 años que no puede abrir el botón de su pantalón durante su estancia en la
escuelita.
La diferencia es
que yo no tenía 4 años, ni tuve complicaciones con mi botón. Fue solo que no alcancé
a llegar a un baño.
Mientras me
orinaba encima de mí mismo, y miraba con angustia el motor de mi carro, un auto
se detuvo. Luego, una mujer de unos 40 y tantos años, me preguntó que si
necesitaba cables o ayuda de alguna manera.
-¿Tiene un
pañal?-, pensé en decirle, pero me contuve, y le dije que todo estaba bien, y que
ya venía mi mecánico.
La buena
samaritana insistió en ayudarme, pero yo insistí en que se marchará, evitando
que se bajara y viera el charco en el pavimento, y no precisamente ocasionado
por el sudor de la mañana caliente.
Al fin terminé
de orinar, y después de que el desespero me abandonó, comenzó una nueva etapa:
La de la tristeza y la preocupación.
Me parece increíble
que no haya podido aguantar unas simples ganas de ir al baño, y aunque sé que
tomé agua como un camello, mi vejiga debió ser más fuerte.
Pero ahora el problema
era diferente al médico. La pregunta del millón surgía entonces:
-¿Cómo me monto
al carro todo empapado?-
Busqué en mi
cajuela algo en lo que pudiera sentarme, pero no hallé nada más que una cruceta
(en la que no me sentaría), y los bombillos que acababa de comprar.
Abrí la puerta
trasera y con alegría vi que sobre la silla se posaban dos páginas de periódico
que había comprado la semana pasada durante mi estancia en Colombia, y en el
que había salido una entrevista que me habían realizado por el libro. Lastimosamente
había botado el resto del diario, y solo quedaba esa página doble con mi foto y
la historia de mi obra prima.
Sin
remordimiento alguno posé aquella hoja en el asiento y me senté sobre mi propia
cara, evitando así mojar demasiado el cojín. Usé también las bolsas plásticas donde
estaban los bombillos, creando un diminuto espacio entre mi trasero mojado y el
asiento.
Al llegar a casa
un nuevo reto tuve que enfrentar. Aparqué mi auto en el sótano donde me corresponde,
y luego tuve que decidir si subía a mi apartamento por las escaleras o por el
ascensor.
Evitando dejar
huellas y subir 5 pisos caminando, opté por la máquina de cables, con suerte
tal que nadie se montó a hacerme compañía.
Entré a mi casa
y me quité la ropa mojada contra la puerta. Luego abrí mi lavadora y arrojé allí
la prueba del delito. Entré a la ducha e hice un trueque de aguas. (La sucia
por la limpia).
Ahora, después de
varias horas de mi gran orinada, he decidido hacer una cita médica para ver si
algo está fallando en mi plomería. Ah, y no se preocupen, que el carro lo mandé
a lavar y de nuevo huele muy bien.
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