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sábado, 19 de septiembre de 2015

Nuestra amiga, la niña muerta.

Las seis de la tarde sonaron en el reloj de péndulo que se posaba en la pared de la sala. El sonido agudo de una campana de iglesia, inundaba cada hora aquel espacio lleno de muebles viejos.

Sofía me miró con sus ojos verdes llenos de complicidad. Sabíamos sin decir palabra alguna, que era el momento esperado para comunicarnos con nuestra amiga del más allá.

Dos minutos después arribaron Álvaro y Luis Guillermo, trayendo consigo la tabla de madera llena de misterio y desconocimiento.

Subimos con paso veloz al cuarto, y allí, entre medallas de natación, libros, afiches de rock n’ roll con los artistas favoritos de nuestra amiga, y sus cojines rosados, comenzamos nuestra misión diaria: Contactar a la niña que había muerto en un accidente de tráfico en una pequeña villa inglesa.

Los dedos índices se posaron sobre una moneda de cristal, y erizados de los pies a la cabeza, seguimos su movimiento de letra en letra, mientras armábamos las frases que nuestra pequeña amiga nos quería decir.

‘Fix' era el nombre que la niña nos había dado. Según ella, tenía 8 años al momento de su muerte en el año 1859. Desde entonces, divagaba sin descanso por doquier, esperando que su alma avanzara a un nuevo territorio donde pudiera seguir su camino.

En otras palabras, estaba pérdida y buscaba en nosotros (según ella), ayuda para desprenderse de esta dimensión.

-Tengo ojos negros, grandes. Mi mamá siempre me hacía una cola de caballo en mi cabeza, y me amarraba un lazo rojo, especialmente para ir a la escuela-, indicaba aquel espíritu mediante movimientos certeros y rápidos, mientras que cada uno de nosotros -boquiabiertos y colmados de adrenalina-, vivíamos en vivo y en directo una historia difícil de creer, ah, y de contar.

Han pasado casi 30 años de aquella experiencia, y solo hasta ahora me atrevo a escribir una parte mínima de ella. La razón es que lo acontecido esa tarde, nos llenó a todos de terror e incertidumbre. Sofía, Álvaro, Luis Guillermo y yo, éramos amigos desde nuestro primer año de colegio. Todos vivíamos en el mismo barrio, íbamos al colegio juntos, regresábamos en el mismo bus, y todas las tardes nos reuníamos para hacer tareas y jugar.

Entrañables y cercanos, siempre juntos. Fines de semana, vacaciones, día a día, como amigos inseparables. 
Pero después de aquella tarde, todo cambió.

Hace pocos meses, visité mi ciudad y contacté a mi buen y ahora lejano amigo Álvaro. Entre copas y conversaciones diversas, osé en preguntarle por aquella experiencia. Su reacción fue inesperada.

Como un resorte se puso de pie, me miró con rostro pálido y me dijo: -Jamás vuelvas a mencionar eso-. Luego me abrazó, se despidió y se marchó.

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Sofía tomó las riendas de la conversación.
-¿En dónde estás ahora?-, preguntó a Fix.

-Muy cerca de ustedes-, contestó la pequeña, al momento en que nuestras miradas de susto chocaban en el aire, y pretendíamos ser fuertes.

-¿Puedes manifestarte?-, prosiguió la bella y valiente Sofía.

-Si así lo quieren todos, lo hago-.

Un gesto de aceptación obligada surgió en un movimiento de cabeza de cada uno. Logré cerrar un ojo, esperando que aquella niña apareciera como por arte de magia sentada en la cama, pero no fue así.

En ese preciso instante, el timbre sonó fuertemente.

Mis tres amigos, se abalanzaron hacia la ventana del cuarto de Sofía, la misma que daba a la calle. Un grito agudo proveniente de la garganta de nuestra anfitriona, hizo que mis entrañas se sacudieran.

Corrí entonces a la ventana y miré hacia abajo. 

Allí estaba la imagen más escalofriante que jamás he visto.

Una pequeña vestida en uniforme escolar, con inmensos ojos negros, y un lacito rojo colgando de su cabello. Su mirada era profunda, y de sus labios salía una sonrisa torcida.

Todos corrimos hacia el clóset de Sofía, y allá pasamos casi una hora temblando aterrorizados y esperando a que aquella pequeña entrara y nos matara de un infarto. Afortunadamente no sucedió.

Luego, cuando llegó a casa su madre, nos despedimos, y corrimos hacia nuestros hogares.


Meses más tarde, todos cambiamos de colegio y jamás volví a ver a mis amigos, los inseparables dueños de esta historia de mentiras.

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