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viernes, 20 de diciembre de 2013

En busca del espíritu navideño


Llego al taller de mi mecánico de confianza para cambiarle aceite a mi vehículo. Su nombre es Fabio, un bogotano que conozco desde hace casi 5 años, y que al hoy considero un amigo.

Mientras cambia el filtro del aceite, Fabio me cuenta que no está satisfecho con su trabajo, ya que siente que no es valorado por sus jefes.

Le recomiendo que busque abrir su propio taller, ya que debido a su vasta experiencia no tendrá problema con conseguir nuevos clientes, además estoy seguro que los antiguos lo seguirían.

Argumento que es muy difícil conseguir un mecánico de confianza, ya que la mayoría de ellos se quieren aprovechar de tu ignorancia y abusan con los precios, o por lo menos me ha pasado a mí en otras ciudades.

Me dice que lo ha pensado, pero que le da temor lanzarse a esta aventura, donde tendría que invertir sus ahorros, con el riesgo de que fracase. Fabio es un tipo casado con dos hijas que pronto irán a la universidad, por lo que entiendo perfectamente la razón de sus miedos.

Aún está pagando su casa, los carros de sus hijas, además de enviarle mensualmente dinero a su madre en Colombia.

Seguimos conversando, y me pregunta cómo marcha mi vida. Le cuento sobre mis problemas, mi cotidianidad, y otras cosas más.

El dueño del taller, un hombre que casi siempre está malhumorado, entra al local cargando en su mano una botella de ‘coquito’, un licor que él mismo ha preparado en casa, y que es típico en Puerto Rico.

Nos saludamos cordialmente, y luego me sirve un pequeño trago navideño, al igual que al resto de los clientes. Esta vez tiene una sonrisa permanente, que inclusive lo hace tararear una melodía navideña. Los clientes se contagian de su alegría, y ahora la mayoría de ellos destellan sonrisas repentinas.

-Ya está tu auto listo-, me dice Fabio con amabilidad, añadiendo que me rotó las llantas, además de revisar todos los fluidos, frenos, y otras piezas más.

-¿Cuánto te debo?

-Olvídalo, el cambio de hoy es mi regalo de navidad-, indica.

Me niego a aceptarlo, y le digo que no permitiré que regale su trabajo.

Tras su insistencia, le sugiero que mejor saque unos minutos y comamos algo en una tiendita cubana que está al frente de su taller.

-Pero yo invito-, replica.

Nos tomamos dos refrescos, y algunas empanadas de pollo en su nombre. Luego regresamos al taller, donde le pago su trabajo, y nos damos un abrazo engrasado de navidad.

Comienzo a manejar mi auto sintiéndome bien. Me doy cuenta que la navidad tiene un espíritu especial que nos toca los corazones y nos vuelve más amables y bondadosos.

Mientras conduzco, una mujer atraviesa su camioneta gigantesca sin poner luces, pero logró maniobrar y evitar un choque.

Paso por su lado molesto, pero inmediatamente me pide disculpas. Reacciono con tranquilidad y le indico que tenga cuidado, ya que no quiere estrellarse por ahí. Nos deseamos suerte y partimos con una sonrisa.

-El espíritu de la navidad-, vuelvo a pensar, sintiendo en el aire una mejor vibración.

Llego entonces al centro comercial, para comprar algunos regalos que aún me faltan.

Volteo cerca de 40 minutos buscando un espacio para aparcar, pero la tarea parece imposible.

Al fin logro ver un pequeño espacio, por lo que apresuro mi marcha, pero al llegar sale un auto de quien sabe dónde y me intenta robar el puesto.

Bajo mi ventana y le digo que llevo esperando ratos, pero aquel hombre me grita que me vaya al carajo (en inglés), además me muestra sus dientes como perro rabioso.

Subo la ventana y dejo que aquel hombre sin espíritu navideño haga lo que quiera, además ahora no sabes quién es quién, y es mejor prevenir un problema mayor.

Al cabo de otros 15 largos minutos encuentro un nuevo lugar donde dejo mi auto.

Al entrar al centro comercial encuentro a cientos y cientos de personas realizando sus compras navideñas.

Canciones de navidad resuenan por las 4 puntas. Un Papa Noel se ubica en la puerta de cada tienda, mientras tocan una campana chillona que comienza a generarme jaqueca.

Entro a una tienda y busco lo que compraré, mientras otros muchos siguen entrando al mismo almacén, generando empujones y otros contactos físicos.

Me dispongo a pagar, pero me encuentro con una fila de  más de 30 personas. Solamente dos personas atienden las cajas registradoras. Miro con detenimiento a quienes están delante de mí, y me doy cuenta que la mayoría de ellos cargan varios artículos, por lo que deduzco que será al menos otra hora perdida en línea.

Salgo de la tienda entonces sin los regalos, un toque molesto, y pensando que mañana sábado tendré que regresar, a pesar de que será peor.

La campana del gordiflón Papa Noel me resuena en un oído, dejándome un eco agudo que duró por horas. Lo miro seriamente y me provoca meterle su campanita por…, pero el hombre al notar mi disgusto me dice:

-Jo jo jo, feliz navidad-

Respiro hondo, y le digo feliz navidad entre dientes.

Luego salgo del enorme edificio y me dirijo a mi auto, pero no lo encuentro.

Sé que cabe la posibilidad de que haya salido por una puerta diferente a la que entré, y debido a mi retentiva de dos pesos, me demoro casi 40 minutos más buscando mi transporte, hasta que después de vueltas y vueltas, lo veo al final del parqueadero.

Me subo al auto y me doy cuenta que el espíritu navideño ya no me acompaña, es más estoy convencido que no lo tuve nunca, y que mi buen estado de ánimo mañanero fue un reflejo de las acciones buenas de otros.

Siempre he pensado que no podemos controlar lo que pasa a nuestro alrededor, pero sí la manera en que reaccionamos y por tanto nuestro estado mental y anímico. A pesar de saberlo, pocas veces lo aplico a mi cotidianidad, ya que es muy fácil saberse la teoría, pero ejercitarla es una tarea que conlleva un largo camino.

Al escribir estas líneas pienso que mañana asumiré una mejor actitud cuando vaya a hacer mis compras navideñas, a pesar de que el Papa Noel de cada tienda quiera sacarme de casillas con su campanario manual.

Espero que el espíritu navideño me contagie durante las próximas horas y mi actitud sea positiva, a pesar de que la de otros no sea así.

jueves, 19 de diciembre de 2013

Mi desvelada favorita


He tenido una noche perfectamente imperfecta. Intenté acostarme alrededor de las 11 y descansar, pero al cabo de unos minutos me di cuenta que dormir sería una tarea complicada, así que decidí prender la tele. Canal tras canal, y programa tras programa, llegué a la conclusión que no había nada que me interesara. Fui entonces a la cocina a saciar mi ansiedad, pero al abrir el refrigerador, no encontré nada que me apeteciera.

Pensando que un poco de aire fresco me haría bien, me puse un jean viejo y unos tenis cualquiera, y caminé alrededor de casa, pero la pasividad de mí vecindario me carcomió los deseos atrapados en el pecho.

Prendí el auto, y partí sin rumbo fijo, confiando que mi cacharrito supiera más o menos a dónde ir. Sin GPS, ni canciones de radio, llegué a una plazuela comercial, a la que nunca había ido, a pesar de pasar por allí casi todos los días.

Bajé del vehículo, y comencé a husmear alrededor. Al final de la calle, se escondía tímidamente un bar pequeño, y sin avisos publicitarios.

-De pronto un trago es lo que requiero para poder dormir como merezco-, pensé errado.

Al entrar a aquel lugar, me sorprendí al ver que los pocos clientes pertenecían a la tercera edad, o incluso a la cuarta y quinta.

El hombre que atendía tras la barra, también llevaba en su rostro las arrugas derivadas de mínimo siete décadas. Los presentes me miraron preguntándose lo mismo que yo me preguntaba. ¿Qué diablos hago aquí?

Pedí un whiskey doble en las rocas, y me senté junto a un hombre que fumaba un cigarro mentolado, y que bebía una cerveza cualquiera.

-¿No puedes dormir?-, indagó aquel extraño, dejándome de una sola pieza.

Moví mi cabeza de un lado a otro, y tomé otro trago. Luego miré el reloj. 12:22 am.

-¿Quieres un cigarrillo?-

Acepté sin palabras, al momento en que echaba de nuevo un vistazo a los otros ancianos. Todos tomaban la misma cerveza que el hombre sentado a mi lado, por lo que asumí que había una oferta especial. Quizás un dos por uno, o algo así.

Una mujer hermosa de aproximadamente 60 años, se sentó a mi lado derecho, y al notar que tenía el cigarrillo en la mano, prendió su encendedor y lo acercó a mi boca.

Asentí con una leve sonrisa. Aquella señora no dijo palabra alguna, pero el bartender destapó una cerveza, la sirvió en un vaso, y la acercó a su lado.

Levanté mi vaso, y ofrecí un brindis a mis compañeros de insomnio. Ambos respondieron a mi requerimiento, y el choque de los vidrios resonó en el aire.

Los ojos verdes de aquella dama, no tenían edad. Su belleza al grado de la sensualidad era notoria. Sin embargo, el único que parecía notarlo era yo, y ella lo sabía.

Pedí un segundo trago, y la plática con mis aliados comenzó.

Hablamos de todo y de nada, de sus vidas y la mía, de la vida y la muerte, del amor y el desamor, de otros, del poder de la madrugada; y mientras afloraban las frases espontáneas, las risas hacían lo mismo, generando una energía perfecta.

Nuestra compinchería era única. Brindamos una y otra vez, hasta que el reloj de pared marcó las 3 de la mañana, y el cantinero indicó que era hora de partir.

Margaret, Raymond y yo fuimos a comer algo en un restaurante cercano abierto las 24 horas. Nuestra conversación fue más que interesante.

La noche se hizo día, el whiskey se convirtió en café, el insomnio se vistió de tranquilidad, Raymond se transformó en consejos, y ella en una musa digna de inspiración.

La edad es solamente un pretexto social para limitar nuestras alas. Margaret y Raymond son mucho más jóvenes que mis amigos, inclusive que yo mismo, que en contadas ocasiones me siento caduco para vivir nuevas experiencias.

Pasadas las 6 de la mañana, nos despedimos.

Mi cama me esperaba ansiosa, y en un abrazo nos fundimos hasta las 8:30 am, hora en la que el timbre de mi casa replicó incesante.

Mis pastillas para dormir habían arribado, aunque ahora, prefiero pasar mis desveladas madrugadas en compañía de mis nuevos viejos amigos.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Dar es recibir.

Diciembre es el mes favorito de muchos de nosotros. 31 días de colores, sabores, abrazos, familia, amigos, regalos, cantos, oraciones, y descanso. Árboles decorados con bolas rojas y doradas, luces alrededor de las casas, aroma de familia, galletas especiales, regalos empacados en hermosos papeles navideños, moños de todos los tamaños, sonrisas, comida por todas partes, tragos, música con mensajes alegres, en fin, un sin número de factores que a todos nos gustan.

Justo es que disfrutemos esta época de fin de año como nos plazca, especialmente después de trabajar meses sin parar, quizás de no ver a nuestros amigos o familiares, o de saborear aquellos platillos favoritos que solamente probamos en diciembre, pero algo muy importante que no debemos olvidar es que la navidad tiene un significado más profundo.

No se trata de religión, o creencias espirituales, pero aprovechemos este mes para dar un poco de afecto a quienes carecen de todo.
 
 

Regálate la satisfacción de hacer algo bueno por aquellos que lo necesitan. Ningún niño del mundo merece pasar una noche a la intemperie, o pensando con ansias en un plato de arroz o unas cuantas galletas, o pasar la noche de navidad sin ni siquiera un carrito de plástico, o una muñeca de trapo.

Hay cientos de miles de seres que no tienen nada que comer, y que pasarán este mes de la misma forma: sin nada.

Sin poder comprarle a sus familiares nada nuevo, sin poder cocinar un plato navideño, sin árbol de navidad, ni lucecitas, o fiestas.

Pero lo que es aún peor, es que hay quizás muchos más que teniendo bienes materiales, carecen de algo mucho más importante: amor. Seres que viven en la soledad a pesar de estar rodeados de personas.

Diciembre es un mes para compartir, para dar. Abraza más, sonríe más, abre tu corazón al mundo. No se trata de regalos, sino de dar eso que llevas en la mitad del pecho. Una palmada en la espalda, un te quiero, un me importas, un abrazo, una sonrisa, un apretón de manos, son esas las acciones que hacen milagros en esta tierra que habitamos.

Despojémonos de nuestros egos, por lo menos intentémoslo. Pensemos que todos somos iguales, y que la única forma de mejorar la vida como la conocemos es pensando de manera colectiva. Si quieres milagros, comienza a hacerlos.

Un abrazo para todos y feliz diciembre.

domingo, 1 de diciembre de 2013

El mejor amigo de todos: El condón


 
Entro a un supermercado, me dirijo al pasillo de productos de salud, y escojo una caja de preservativos de mi gusto.

Mientras estoy escogiendo los que me llevaré a casa, veo a varias personas que pasan por mi lado y me miran como si mi acción fuera ilegal.

Al lado de los condones, hay varios productos similares. Les echo un vistazo, leo algunas de las cajas, y decido también llevarme un lubricante.

Mientras camino a la caja registradora, recuerdo que sólo queda en mi cocina un poco de vino. Decido entonces ir por una botella.

Al llegar a la fila para pagar, noto que delante de mí hay un hombre con su esposa de la tercera edad. La mujer observa mis productos, y luego me mira fijamente a los ojos, como queriendo preguntarme lo que haré con ellos.

-Sí, el vino me lo tomaré, el lubricante lo usaré, y el preservativo me protegerá-, me provoca decirle, pero me abstengo de hacer comentario alguno.

Luego, su esposo observa mi cajita de condones, mi botella de vino, y mi lubricante, y me encorva sus cejas en señal de descontento.

La cajera que observa la escena incómoda, se une a la actitud de la pareja, y tras sus anteojos me lanza una mirada de reproche.

Me dan ganas de dejar mi compra sobre el mostrador y salir rápidamente del sitio, pero al intentarlo me doy cuenta que detrás de mí hay unas jovencitas que tampoco han quitado su mirada sobre mis productos, y quienes se ríen mientras juegan a crear una historia ficticia sobre mi noche.

Mi rostro se torna rojo. Sé que no estoy haciendo nada de malo, pero me siento nervioso, tal como si me alistara a robar aquel supermercado.

Recapacito instantáneamente, y me doy cuenta que no tengo nada que esconder.

Aun así, es supremamente incómodo comprar preservativos, sobre todo cuando todos juzgan una compra tan normal y saludable.

Es mi turno de pagar. La cajera vuelve a mirarme, y no me saluda. Escanea mis condones, luego mi lubricante, y después me pide una identificación para constatar mi edad, y poder entregarme el vino.

Me doy cuenta nuevamente que todas las miradas están sobre mi cara rojiza.

-¿Le empaco los condones?-, me pregunta el hombre que está encargado de las bolsas plásticas.

-No, si quiere me los llevo puestos-, pienso dentro de mí.

-Por favor-, le contesto nervioso.

Hasta ahora me entero que el sexo es un delito que se paga con la vergüenza de buscar protección.

Salgo de aquel supermercado sudando, y listo para destapar la botella de vino y tomarme un trago que me quite el estrés de los últimos minutos.

La verdad, ir a comprar preservativos resulta una tarea difícil en sociedades donde todos opinan sobre tus actos, pero no por eso, debemos dejar de protegernos durante nuestras relaciones sexuales.

No permitas que la ignorancia de otros atente contra tu salud y tu futuro.

Hoy, primero de diciembre, es el día mundial de la lucha contra el Sida. Según la Organización de Naciones Unidas, existe un promedio de 35.6 millones de personas en el planeta viviendo con esta enfermedad.

A nadie le debe importar con quien te vayas a la cama, o la manera en que practiques el sexo, o cuántas veces lo hagas, nada de eso es problema de otros. Pero hay algo que a todos nos concierne, y es nuestra salud y la de nuestra pareja sexual.

Protegerse es tan sencillo como ponerte un condón, o exigir a tu pareja que lo haga.

No dejes que tus hormonas sean más rápidas que tus neuronas. Usemos un preservativo, cuidémonos y cuidemos a nuestra pareja.

Comprar un preservativo debe ser tan normal como comprar cualquier alimento cotidiano. Recuerda que tu vida puede depender de tu decisión.

El sexo nos puede tomar por sorpresa en cualquier momento, pero si estás preparado para protegerte, lo disfrutarás mucho más.

Abrazos y ¡salud con mi vino!

sábado, 30 de noviembre de 2013

Escribir sobre nada.


Comencé a escribir este blog hace un poco más de tres meses, con el propósito inicial de crear un hábito de escritura diario.

– ¿Y de qué será tu blog? –, me preguntó una amiga, cuando le conté que quería iniciar uno.

Pero no tuve respuesta, ya que hasta ahora no tengo claro sobre qué se trata, llegando a la conclusión que es un blog sobre cualquier cosa que me pasa, que veo, que pienso, o sea, un blog sobre nada, en el que he tenido la suerte que personas como vos sigan leyendo. (Lo lamento).

Al principio comencé a escribir cada día, queriendo adaptarme a la disciplina impuesta. Escribí sobre unas ganas de orinar, sobre una verruga que tuve en mi dedo, sobre la caca de la paloma, sobre la guerra, sobre mi monotonía, en fin, sobre cualquier pendejada que se me ocurriera, nuevamente con el único fin de ejercitar mi escritura. Jamás esperaba que muchas personas comenzaran a leerme en diferentes partes del mundo.

Y es que, ¿quién diablos me va a leer en Japón, en Rusia, en Malasia, en Ucrania, en Croacia, en Canadá, en Guatemala, en Brasil, en Venezuela, en Panamá, en Ecuador? -solo por mencionar algunos-.

Con cada escrito, comencé a recibir mensajes de personas que no conozco. Unos a favor de mis erróneos puntos de vista, otros en contra; pero mensajes que no esperaba y de los que aun me sorprendo.

Y pienso…¡¡¡Si hay gente muy desocupada que sigue entrando a leerme!!!

Aprecio sinceramente que me escriban, así sea para quejarse por mis escritos etéreos. Yo no escribo con la intención de causar placer a otros, o con ganas de molestar a algunos, yo solamente escribo porque no puedo hacer otra cosa. (Ya sé, estoy jodido).

La semana pasada, le comentaba a una amiga del trabajo, que en el 2014 lanzaré mi primer libro al mercado, y ella me preguntó: – ¿Es motivacional? –

–No mujer, cómo voy a escribir algo motivacional si ni siquiera yo me motivo a mí mismo. Sería un fraude ponerme a dar consejos de vida cuando la mía es desequilibrada–.

Yo no soy la persona adecuada para decirle a otros cómo deben vivir su vida, considero que cada uno debe tomar esas decisiones dependiendo de sus circunstancias, que además, ningún motivador las conoce.

Por eso mi novela es una ficción, donde he creado un mundo diferente, con situaciones que sólo a mi me pasan.

Gracias a aquellos que siguen usando su preciado tiempo para posar sus ojos sobre este espacio, si no regresan lo comprendo y valoro.

Un abrazo de noviembre.

HMC

viernes, 15 de noviembre de 2013

Jugué a la ruleta rusa!!

Recuerdo que un ex novio de mi hermana perdió la vida jugando a la ruleta rusa hace más de 20 años. Después me di cuenta que se encontraba borracho junto con varios de sus amigos, y que todos desafiaban la muerte con un revólver viejo y una única bala, la que terminó incrustada en su cabeza.

Creo, si mi memoria no me falla, que después escuché que un actor reconocido en Estados Unidos se había volado los sesos en el mismo jueguito, y pensé: ¿Por qué no jugaban mejor cartas, o a la botella, si querían algo más exótico?

El hecho es que jamás comprendí cómo alguien pueda jugar con ponerse un arma en la sien y halar el gatillo, esperando que el proyectil no atraviese su cráneo, pero tampoco juzgo a quienes osan estas prácticas extremas.

Precisamente hoy me acordé del ex novio de mi hermana, debido a que hace pocos minutos decidí ir a la tiendita que se encuentra cerca de mi oficina a comprar algo de comer.

Al salir del edificio, escuché el trinar de cientos y cientos de pajaritos que volaban sin dirección sobre los árboles frondosos que adornan el área, y que se posan exactamente sobre el andén en el que debía transitar.

Muchas personas caminaban por la misma acera, pero comencé a notar que los alegres pajaritos comenzaban a lanzar sus excreciones sobre los descuidados transeúntes.

Me detuve sin pensarlo, al ver que un hombre se frotaba la cabeza al sentir que algo le había caído del cielo, y no era maná precisamente.

El sujeto se miró la mano sucia, y no sé el por qué, pero después se olió los dedos, para comprobar que un pajarito lo había usado de inodoro público.

Más adelante, dos mujeres que se contorneaban como modelos de Victoria Secret, también fueron víctimas de los alados pichones, y una de ellas pegó un grito agudo al darse cuenta que su vestido de viernes había quedado grabado con la marca de un diseñador aéreo.

Ahora yo me encontraba en la mitad de mi camino, y debía tomar la decisión de continuar o devolverme, a sabiendas que en ambas direcciones los pájaros podrían regalarme un suvenir de fin de semana.

-Esto es como jugar a la ruleta rusa-, pensé, acordándome entonces de aquel excuñado olvidado hasta ahora.

Un misil cayó a milímetros de donde me encontraba analizando mi próximo movimiento, así que decidí proseguir hacia la tienda con velocidad, anhelando que mi camisa blanca permaneciera del mismo color.

Un niño que venía de la mano de su madre, fue la próxima víctima. La caca de un pajarito cayó justo sobre el centro de su cabeza, en un acto tan lleno de precisión que inclusive ni el ave con más puntería lo hubiera hecho tan perfecto.

El pequeño se llevó una manito a la cabeza para comprobar lo que su mamá ya sabía: Un baño de agua caliente lo esperaba en su casa.

Llegué ileso a la tienda, compré algo de comer, y comencé mi camino de vuelta sobre la misma calle peligrosa.

Ahora lo único que puedo decir, es que agradezco dos cosas: haber puesto días atrás una camisa extra en el baúl del carro, y que los elefantes no vuelen.

Buen fin de semana para todos.

jueves, 14 de noviembre de 2013

Me duele el hambre.

Hace pocas horas me encontré esta foto en la red social de uno de mis amigos.


El letrero que está sobre aquel niño dice lo siguiente: “No está pasando aquí, pero está pasando en este momento”.

Ignoro en qué lugar del mundo reposa esta valla publicitaria, pero eso no importa. Lo relevante aquí es la fuerza del mensaje, y una vez más queda comprobada que una imagen vale más que mil palabras. (Razón por la que quise comenzar esta nota con la fotografía).

Personalmente al mirar este niño recogiendo migajas del piso, y visiblemente necesitado, el primer sentimiento que me acompaña es el de la tristeza, al saber que como él hay tantos no solamente en África, de donde asumo es el de la foto, pero inclusive personas como él, se ven por doquier, en tu país, en el mío, y en casi todos.

Al momento de ver esta fotografía, estaba comiéndome un emparedado calientico de jamón y queso, el que se quedó atrancado entre mi garganta y el corazón, y un sentimiento de culpa que no entiendo, se apoderó de mí, y no pude terminarlo.

Inmediatamente después pensé en toda la comida que he consumido hoy, y me sentí mucho peor.

Esta mañana desayuné con cereal y frutas, luego me preparé mi acostumbrado café y le adicioné dos rebanadas de pan fresco. Horas más tarde fui a un supermercado y compré una sopa de almejas, y no contento con eso, al llegar a casa comí arroz, carne, una ensaladita, un vaso de leche y un pedazo de torta.

Y en este preciso momento, leo que acabo de escribir tres párrafos atrás que no entiendo mi sentimiento de culpa, pero al enumerar mis alimentos de hoy, es claro que la culpa es producto de mi gula, ya que además del sándwich, ya había terminado un paquetico de galletas de fresa, y un jugo de guayaba dulce.

Analizando nuevamente la foto de este pequeño, no puedo obviar que un sentimiento de rabia me absorba, esta vez al pensar en lo injusto que es, que millones de seres como él, sobrevivan a medias cada día, y que otras personas como yo, -y ojalá como tú-, que el único problema que tenemos con la comida, es escoger qué queremos hoy, o mañana.

Recuerdo que cuando era niño y no quería la sopa de mi vieja, ella me decía que mientras yo hacía pataleta por la comida, millones de niños morían de hambre, a lo que le contestaba que por qué no se las enviábamos, terminando la mayoría de las veces con un par de nalgazos como castigo.

Pero no comprendo todavía, cómo la avaricia, las ganas de poder, la ambición desmedida, haya logrado que millones de seres inocentes luchen desesperadamente por sobrevivir, y que niños y ancianos tengan que morir de hambre en una esquina.

Y es que el hambre no debería ser una constante en nuestro mundo actual, sino un mal recuerdo de sociedades involucionadas, pero lamentablemente aún vivimos en estas sociedades, y cada uno de nosotros contribuye para que el sistema que nos esclaviza continúe.

¿Para qué las clases sociales, o la diversidad de religiones y credos espirituales, o pensar en el cielo y el infierno, o sentirse más que otros, vestir mejor y enfocarnos en marcas de ropa, autos, o presumir ante una sociedad que no nos da nada a cambio?

Mientras niños como el de la foto solamente anhelan algo que comer, nosotros seguimos con los ojos tapados intentando vivir mejor, y tener un mejor destino, inclusive después de muertos. Pero ¿Cómo vivir mejor cuando hay seres a nuestro alrededor que sufren hambre y frío? ¿Acaso no somos todos uno mismo, o hermanos como dirían en las iglesias?

Lamentablemente no expongo en este escrito la solución al hambre mundial, -pues no la tengo-, y mis letras son simples gritos ahogados de rechazo e insatisfacción por la suerte ajena, pero de algo sí estoy completamente seguro: Cada acción que realicemos en pro de quienes sufren a nuestro lado, hace una inmensa diferencia en el mundo.

Así que ¿por qué no hacer la diferencia en este planeta donde más de 7 billones de seres humanos, nos necesitamos unos a otros?

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Un aterrizaje sufrido.

-¿Te has dado cuenta lo mucho que mantenemos en aeropuertos y hospitales?- Me preguntó mi hermana Clara en la mañana de ayer, mientras nos tomábamos un café amargo en el segundo piso de una clínica en Miami.

24 horas atrás, ella regresaba de uno de sus viajes, y yo la esperaba en el aeropuerto; y ahora ambos estábamos esperando que nuestra vieja saliera de cirugía.

Mi familia es numerosa, pero además es andariega, y ambas características son razones suficientes para que en los últimos meses los que no estén viajando, estén enfermos.

Mientras seguía tomándome otro trago del café maluco que allí venden, pensé que a pesar de nuestras reiteradas visitas a los centros de emergencia locales, somos afortunados que hasta el momento todas las intervenciones quirúrgicas, u otros casos relacionados con nuestra salud, tengan desenlaces satisfactorios.

Por otro lado, los aeropuertos representan, como para casi todas las personas, dualidades sentimentales, ya sea porque despides a tus seres amados, o porque los recibes y vuelves a verlos. En nuestro caso particular, en los dos meses que pasaron, hemos estado despidiendo y recibiéndonos unos a otros, ya que casualmente sea por trabajo, o por situaciones de familia, hemos tenido que viajar de manera individual.

Ahora, nos encontramos sentados en un pasillo de hospital esperando las noticias sobre la operación de nuestra progenitora, y cruzando los dedos para que todo salga bien, y el avión en el que se embarcó aterrice sin inconvenientes.

Pero no es así. Minutos más tarde, el doctor encargado de su vuelo, nos avisa que hubo una turbulencia fuerte durante la cirugía, y que la anestesia general estaba afectando seriamente a nuestra pasajera preferida.

Los nervios se nos alteran por la noticia, aunque sé que también es culpa del horroroso café suministrado por una azafata cascarrabias, y lo único que podemos hacer por las siguientes horas es pedirle al piloto mayor para que la nave retome su rumbo sin que se presenten bajas.

Ahora la turbulencia la sentimos nosotros, y la nave se mece fuertemente de sólo pensar que quizás no lleguemos todos juntos a nuestro destino.

Los segundos se vuelven minutos, los minutos horas, y las horas eternidades, hasta que una vez más regresa el médico de cabecera con noticias alentadoras, indicando que mi vieja ha recuperado la consciencia y que ya no habrá aterrizaje de emergencia.

Mi hermana y yo respiramos con inmenso alivio, y para celebrarlo vamos a comprar otras dos tazas del café agrio y recalentado que vende aquella mujer mal encarada, pero ahora el sabor de nuestras bebidas es dulce, consistente, con aroma a recién molido, y además deja en nuestros labios una sensación de paz y tranquilidad que asocio exactamente con la que tengo cada vez que aterrizo.

Y es que esta vez no es la excepción, pues mi madre ya está con nosotros de vuelta: Su vuelo ha aterrizado. Bienvenida vieja!!

viernes, 1 de noviembre de 2013

Mis 7 caballos de paso.

Es el primer día de noviembre, y las 6 de la tarde suenan en el reloj que reposa sobre mi estante de libros. Inconscientemente miro la hora en el reloj que llevo en mi brazo izquierdo, y compruebo que en realidad son las 6 de la tarde.
Analizo un poco, y me doy cuenta que estoy rodeado de esos bichos que como marcapasos me agobian con su paso del tiempo incontrolable. Hay un reloj en la parte inferior derecha de mi pantalla del computador, uno en el teléfono de la oficina, uno en el celular, uno en la pared, otro en mi muñeca y uno más en el estante de libros.
O sea, en total son 7 relojes a mi lado -porque tengo dos celulares-, y aun así cada rato pregunto la hora a quienes vienen a mi oficina.
-¿Por qué no miras a uno de los 7 que tienes, idiota-, imagino que piensan las personas a las que interrogo con mi duda de tiempo.
Un sentimiento de extremo agobio me embarga al saber que me debo tanto al paso galopante del maldito segundero, o segunderos, porque en mi caso son 7.
Decido entonces quitarle la pila al reloj que reposa al lado de mis libros, además descuelgo de la pared blanca el reloj que me mira apresurado, y lo guardo en un cajón.
Intento hacer algo con el de la pantallita del computador, o con el de los teléfonos, pero no logro desaparecerlos.
Me quito además el de mi brazo izquierdo, y lo guardo en el maletín.
Pero el tiempo seguirá pasando quiéralo yo, o no, sin que nadie pueda evitarlo; y por más pilas que le quite al reloj, o por más que pretenda no ver esos minutos que me afanan los días, sigo siendo un esclavo del movimiento certero de los segundos.
Para la muestra un ejemplo claro, ya hoy es 1 de noviembre, y cuando menos lo pensemos estarán todas las tiendas llenas de artículos navideños, y el año se acabará.
El tiempo no se detiene, y yo debo aprender a bailar con él paso a paso, hasta que un día (espero lejano), sea yo el que detenga mis letras.
Buen inicio de mes para todos. Abrazos.

martes, 22 de octubre de 2013

La muerte tiene ojos tristes.

Entré al hospital cerca de las 11 de la noche. Mi padre había sido intervenido quirúrgicamente y ahora reposaba en una unidad especial donde son trasladados los pacientes después de sus cirugías.
Llegué a relevar a mi madre, quien llevaba allí casi 17 horas de angustia. Nos despedimos en un abrazo y me dispuse a pasar la noche entera con mi viejo.
Al entrar a aquella unidad, la primera persona que vi fue una mujer de avanzada edad, que estaba conectada a varios monitores, y que tenía sus ojos abiertos de par en par.
Aquella mujer me miró directamente y parpadeó un par de veces. Yo comprendí exactamente su saludo, ya que era la única forma en que podía comunicarse.
Sin saber el porqué, me detuve frente a su lecho por algunos segundos, y le sonreí mientras me acordaba de mi abuelita (que vi en Colombia hace pocos días). La mujer volvió a parpadear y puedo jurar que una expresión de cordialidad se dibujó en su arrugado rostro.
Sus párpados caídos denotaban cansancio, y sus ojos negros no dejaban dudas de que aquella dama tenía muchas historias ocultas que revelar.
-¿Necesitas algo?-, osé en preguntarle, pero lo único que ella hizo en ese momento fue cerrar sus ventanas negras por unos prolongados segundos, dejándome entender que no.
Luego me dirigí al cuarto de mi padre y me senté junto a él para hacernos compañía, y dejarle saber que se veía muy bien tras su operación.
La noche trascendió lentamente en aquel pabellón de hospital, ya que mi viejo se durmió y la incomodidad de mi silla no me permitía hacer lo mismo.
Alguien tosía a lo lejos, alguien más se quejaba por un dolor, y los enfermeros y enfermeras corrían de un lado a otro intentando atender a sus doloridos pacientes.
Mi padre comenzó a roncar fuertemente, por lo que tuve que moverlo en varias ocasiones, pues no quería que despertara a quienes podían dormir plácidamente como él.
Tras tomarme una botella de agua, mi vejiga me pidió que la llevara al baño, y al pasar por la puerta principal volví a observar a la anciana de los ojos tristes.
Sorprendido descubrí que la mujer seguía con los ojos abiertos, y al verme posó nuevamente su mirada sobre la mía.
Entré a su cuarto, y le pregunté cómo estaba.
Esta vez ninguna expresión facial la acompañó, pero sus ojos seguían observándome fijamente como si quisiera conversar conmigo.
Su manito delgada y arrugada estaba llena de agujas que la conectaban a dos máquinas. El suero que la alimentaba entraba por una de las venas de su desgastado brazo izquierdo.
Posé mi mano suavemente sobre la suya, y le sonreí. Pensé en ese momento en mi abuelita, y la imaginé durmiendo plácidamente en su cama doble.
La anciana que me observaba parpadeó muchas veces más de manera seguida, y allí un lazo extraño me ató con ella.
-Todo va a estar bien-, le dije equivocado.
Luego, apurado por el agua que me había tomado, salí hacia el baño, que estaba al final de aquel largo pasillo.
Tardé quizás alrededor de 20 minutos para regresar, ya que al salir del baño, fui a la cafetería a comprar un café y algo de comer.
Al retornar encontré vacío el cuarto de la anciana.
Pregunté a una de las enfermeras qué había pasado, y me contestó que la mujer había sufrido un paro cardio-respiratorio.
-¿Y en dónde está?-, inquirí alterado.
-La llevaron a la morgue del hospital-, contestó.
Quise escribir esta historia desde el día que aquella hermosa anciana murió, pero no me había sentido preparado, hasta ahora.
Por ahora solamente quiero decir que la muerte tiene los ojos tristes.

miércoles, 2 de octubre de 2013

La sorpresa anunciada.

Me he programado para ir a mi país natal Colombia en los próximos días.
La felicidad me embarga, así como la ansiedad que desde ya se apodera de mí. Y no es que lleve muchos años sin ir, porque estuve en mi tierra en el 2011, pero aun así, el sentimiento de alegría por regresar y abrazar a los míos es inmenso.
Mi abuelita quien acaba de cumplir 91 años, y quien además es la razón principal de mi visita, me dice telefónicamente que me está esperando con los brazos abiertos y que está muy emocionada, aunque cinco minutos más tarde en nuestra conversación, me pregunta cuando tengo planeado ir.
-Pero mami, ya te dije que llego este viernes-, le repito.
-¿En serio, vienes este viernes?-, me pregunta con su voz ingenua.
-Si amor, y estaré dos semanas. Tengo planeadas muchas cosas contigo-, le digo.
Ella me responde que me espera con los brazos abiertos y que está muy emocionada, y comenzamos a hacer planes de nuevo.
Luego me pregunta por mi trabajo, y por el resto de la familia. Comienzo a contarle acontecimientos nuevos, y le digo que tengo muchas cosas que decirle personalmente.
-Ay mijo, ¿Y cuándo piensas venir a visitarme?-, me pregunta.
-Dios santo-, pienso para mí, dándome cuenta que el Alzheimer de mi vieja ha aumentado en los últimos meses.
-¿Adivina qué?-, juego con ella. –Voy el viernes-, le digo mientras no puedo dejar de reír.
Nuevamente mi hermosa abuelita me dice que me espera con los brazos abiertos y que está muy emocionada, y sus palabras, aunque repetitiva, me suenan a melodía ansiada por la distancia.
Por lo menos tengo claro que debido a su olvido, mi abuelita me dirá muchas veces lo mucho que me quiere, y algo más. Estoy seguro que el viernes le daré una gran sorpresa con mi llegada inesperada.
Ya les contaré más de mi viaje. Abrazos.

martes, 17 de septiembre de 2013

Sólo unos segundos

Entro a un edificio viejo que no reconozco en absoluto. La tarde ha caído, y la lluvia que azota el pavimento callejero deja una estela de frío y oscuridad. Camino por el pasillo del primer piso y observo una repisa con varias veladoras encendidas. Hay telarañas en algunas esquinas del lugar, e inmediatamente puedo asumir que aquel sitio está abandonado. 

Un olor a sahumerio me hace recordar las antiguas iglesias de mi tierra natal, aquellas donde me envolvía un halo de misterio que nunca descifré. Sin embargo, este sitio desocupado luce como si entre sus paredes hubiese existido algo más que una iglesia.

Doy otro paso, y el piso de madrea cruje agónicamente, mientras un relámpago ilumina el fondo del pasillo.

Sin saber por qué, subo al segundo piso del edificio, como si estuviera buscando algo que se me ha perdido. Las tablas de la escalera crujen igualmente, como si lloraran cada vez que me paro en ellas.

Al llegar a la parte superior me doy cuenta que hay varias puertas cerradas. Al final del corredor observo una ventana rota, iluminada tenuemente por un bombillo que titila sin mucho voltaje.

Camino un poco más sin entender la razón por la que permanezco en aquel lugar sombrío. Lo único que sé es que tengo una inmensa sed de curiosidad por encontrar lo que no espero.

Trato de abrir cada una de las puertas allí existentes, pero fallo en cada intento, pues la totalidad de ellas está cerradas con llave. Al llegar a la ventana, veo el reflejo de alguien que pasa por detrás de mí. Me volteo con rapidez y alcanzo a ver a una mujer con un hábito oscuro que ha comenzado a bajar las escaleras.

Un escalofrío recorre mi cuerpo, y siento que los pocos pelos de mi cabeza se erizan instantáneamente.

Decido salir de aquel sitio, y al llegar a la escala la luz de la ventana se apaga del todo. Miro hacia atrás y nuevamente veo a la figura del hábito observándome con detenimiento.

Bajo corriendo la escala, y torpemente (como siempre) tropiezo con uno de mis pies y caigo rodando en los últimos escalones. Sin importarme mi suerte, me pongo de pie y corro hacia la salida, pero al llegar a ella, alguien me toca el hombro izquierdo.

Me detengo congelado, miró hacia atrás una vez más y me encuentro cara a cara con una monja muy joven, que me mira fijamente mientras su cara refleja una expresión de inmensa tristeza.

Sin reaccionar aún, sigo estático en el mismo punto, mientras un frío recorre cada uno de mis poros.

En ese momento, aquella monja que todavía me mira, pega un grito agudo, y yo brinco fuertemente sobre mi silla de cuero negro.

Miro el reloj y veo las 7:23 de la noche.

Me he quedado dormido un par de segundos, donde he experimentado la misma pesadilla de los últimos días.

Ya sé por qué no se debe dormir mientras trabajas.

Abrazos