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martes, 22 de octubre de 2013

La muerte tiene ojos tristes.

Entré al hospital cerca de las 11 de la noche. Mi padre había sido intervenido quirúrgicamente y ahora reposaba en una unidad especial donde son trasladados los pacientes después de sus cirugías.
Llegué a relevar a mi madre, quien llevaba allí casi 17 horas de angustia. Nos despedimos en un abrazo y me dispuse a pasar la noche entera con mi viejo.
Al entrar a aquella unidad, la primera persona que vi fue una mujer de avanzada edad, que estaba conectada a varios monitores, y que tenía sus ojos abiertos de par en par.
Aquella mujer me miró directamente y parpadeó un par de veces. Yo comprendí exactamente su saludo, ya que era la única forma en que podía comunicarse.
Sin saber el porqué, me detuve frente a su lecho por algunos segundos, y le sonreí mientras me acordaba de mi abuelita (que vi en Colombia hace pocos días). La mujer volvió a parpadear y puedo jurar que una expresión de cordialidad se dibujó en su arrugado rostro.
Sus párpados caídos denotaban cansancio, y sus ojos negros no dejaban dudas de que aquella dama tenía muchas historias ocultas que revelar.
-¿Necesitas algo?-, osé en preguntarle, pero lo único que ella hizo en ese momento fue cerrar sus ventanas negras por unos prolongados segundos, dejándome entender que no.
Luego me dirigí al cuarto de mi padre y me senté junto a él para hacernos compañía, y dejarle saber que se veía muy bien tras su operación.
La noche trascendió lentamente en aquel pabellón de hospital, ya que mi viejo se durmió y la incomodidad de mi silla no me permitía hacer lo mismo.
Alguien tosía a lo lejos, alguien más se quejaba por un dolor, y los enfermeros y enfermeras corrían de un lado a otro intentando atender a sus doloridos pacientes.
Mi padre comenzó a roncar fuertemente, por lo que tuve que moverlo en varias ocasiones, pues no quería que despertara a quienes podían dormir plácidamente como él.
Tras tomarme una botella de agua, mi vejiga me pidió que la llevara al baño, y al pasar por la puerta principal volví a observar a la anciana de los ojos tristes.
Sorprendido descubrí que la mujer seguía con los ojos abiertos, y al verme posó nuevamente su mirada sobre la mía.
Entré a su cuarto, y le pregunté cómo estaba.
Esta vez ninguna expresión facial la acompañó, pero sus ojos seguían observándome fijamente como si quisiera conversar conmigo.
Su manito delgada y arrugada estaba llena de agujas que la conectaban a dos máquinas. El suero que la alimentaba entraba por una de las venas de su desgastado brazo izquierdo.
Posé mi mano suavemente sobre la suya, y le sonreí. Pensé en ese momento en mi abuelita, y la imaginé durmiendo plácidamente en su cama doble.
La anciana que me observaba parpadeó muchas veces más de manera seguida, y allí un lazo extraño me ató con ella.
-Todo va a estar bien-, le dije equivocado.
Luego, apurado por el agua que me había tomado, salí hacia el baño, que estaba al final de aquel largo pasillo.
Tardé quizás alrededor de 20 minutos para regresar, ya que al salir del baño, fui a la cafetería a comprar un café y algo de comer.
Al retornar encontré vacío el cuarto de la anciana.
Pregunté a una de las enfermeras qué había pasado, y me contestó que la mujer había sufrido un paro cardio-respiratorio.
-¿Y en dónde está?-, inquirí alterado.
-La llevaron a la morgue del hospital-, contestó.
Quise escribir esta historia desde el día que aquella hermosa anciana murió, pero no me había sentido preparado, hasta ahora.
Por ahora solamente quiero decir que la muerte tiene los ojos tristes.

2 comentarios:

  1. La muerte de propios y extraños, siempre sera un suceso triste, máxime, Si en esos últimos instantes se esta en soledad, sinesa mano q acarice con compasión y serenidad, seguro tu compañía fue trascendental.

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  2. No se turbe su corazón principe ni tenga pena ella esta bien...

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