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martes, 14 de julio de 2015

Camila no me deja dormir

Camila no me deja dormir. Hace tres días que llegué al hospital enfermo de faringitis, y desde el primer momento en que pisé mi cuarto, escuché sus lamentos profundos. El quejido proveniente de su alma, sumado a su tono de voz, logró que en mi mente se formara su descripción física, -exactamente como lo hago al hablar con alguien telefónicamente-.

Según mi percepción errada, Camila tiene alrededor de 40 años, es una mujer latina, flacuchenta, de cabello largo y de facciones bruscas. Ha tenido varias relaciones sentimentales serias, pero hasta ahora no ha podido encontrar el amor de su vida. Vive con sus 2 gatos en una casa pequeña y colorida. Anhela con todo su ser poder sobresalir en sus clases de violín y llegar a formar parte de la filarmónica de su ciudad, pero lamentablemente su poco oído artístico se lo impide.

No sé qué medicinas le estén suministrando, pero creo que no están dando resultado, pues Camila no cesa de susurrar. Sé que está muy cerquita de mi habitación, ya que el eco de su voz llega a mi cama con mucha rapidez. Incluso puedo atreverme a decir que es la paciente que está en el cuarto de al lado, o uno más allá. (A no ser que estos pasillos tengan una acústica digna de teatro de capital).

Por mi parte, mi medicina me ha sedado por momentos, además el antibiótico constante que las enfermeras inducen en mis venas, me ha provocado que me sienta débil y cansado. Mi rostro se ha tornado amarillo, al igual que mis brazos y piernas. Creo que mis glóbulos rojos han decidido emprender un viaje hacia nuevos horizontes.

Intento cerrar los ojos y fundirme en un sueño necesario, pero Camila no me deja dormir. Sigue aullando como loba enferma en noche de luna.

Pregunto a la enfermera qué es lo que sucede con ella, y en confianza y secreto, la joven que disfruta sacándome sangre y torturando mi vena, me dice que Camila es una paciente con cáncer. La especialista en salud aduce que el piso en el que me encuentro es además parte del pasillo de oncología, y es por tal razón que Camila y otros pacientes vecinos vociferan su pena sin descanso.

-Es uno de los pisos más tristes del hospital-, indica con voz quebrantada mi enfermera, quien me ha confundido con su mejor amigo y cada vez que entra a mi habitación me cuenta sin piedad sus tormentos.

-Desde anoche está la familia de Camila con ella, ya que está en sus últimos momentos de vida-, vuelve a decir la mujer, contándome además que Camila tiene tan solo 34 años, y es madre de dos niñas pequeñas.

Le pregunto más por la vida de Camila, intentando poder sentir más cercanía que los simples ruidos de su dolor y los pocos metros que nos separan. Me entero que la mujer es una profesora de escuela, y que es una mujer dulce que llora constantemente diciendo que no quiere dejar a sus hijas.

Un nudo en la garganta invade el resto de mi día. Por mi puerta entreabierta logro ver la imagen de las dos niñas que llegan a despedirse de Camila, junto a varios adultos que no reconozco, ya que la enfermera no tuvo la cortesía de hablarme de ellos.

Lloro en silencio por la suerte de ella y la de otros pacientes que consumen sus horas en la soledad de un edificio como este. Sé que mi enfermedad es pasajera, y agradezco al universo por ella, y por la oportunidad de analizar mi sendero, mi presente y tantas aristas más de mi existencia.

Intento dormir nuevamente, pero gritos en el pasillo alertan mis neuronas. No dudo lo que sucede, y solo puedo sentir tristeza por la suerte de mi vecina de piso, y de su familia.

La noche llega nuevamente por la ventana de mi hospital. El silencio es inmenso en estas cuatro paredes. Extraño con vehemencia el quejido de Camila, pero estoy consciente que descansa en un buen sitio.

Camila no me deja dormir.

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