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jueves, 1 de septiembre de 2016

Mis paupérrimas defensas.


Llego a mi trabajo colmado de una alta dosis de energía. Me siento bien, tranquilo, contento y hasta con más vigor de lo acostumbrado.

Al entrar al edificio, me recibe el portero y me saluda de mano. Lo noto cabizbajo, con los ojos rojos, sudando un poco, y antes de que le pregunte qué demonios le sucede, un estornudo se abre paso entre nosotros y le sacude las entrañas. Me alejo con rapidez esperando que el virus no haya impregnado mi ambiente, y a la distancia le deseo que se mejore, pero él solo contesta con otro estornudo.

Camino entonces hacia el baño, con la intención de lavarme las manos y evitar así cualquier clase de contagio. Respiro profundo y de nuevo la vitalidad que me acompaña resalta en mi cuerpo y en mi mente.

-Hoy será un gran día-, decreto con certeza, y me dirijo hacia mi oficina.

Saludo con una sonrisa a todos los que están en nuestra sala de redacción, luego arribo a mi cubículo, prendo mis pantallas, mi televisor, y me dispongo a contestar las decenas de correos que tengo pendientes; pero justo antes de comenzar, mi compañero de al lado emite un fuerte estornudo que logra desconcentrarme y pensar que el virus se acerca una vez más.

Tras su primer ‘achis’, llega el segundo, y con él un ataque de tos.

-¿Estás enfermo?-, idiotamente le pregunto.

Él me mira con ojos de chinito, como queriéndome decir que sí soy un idiota por la pregunta, y por simple cortesía me responde: -Sí, me siento un poco mal-, mientras inicia una sonata de mocos en re menor, que combina con su tos grave de tenor desafinado.

Me reincorporo entonces en mi silla, buscando a mí alrededor algo que me proteja de la gripe que me rodea, pero no encuentro nada –desearía tener una careta de hospital para protegerme, pero no es así-.

-Hola-, me saluda la periodista que está a mi otro lado. -¿Tienes alguna pastilla para el dolor de cabeza?-

Le digo que en el botiquín hay algunas, pero mi respuesta es opacada por los sonoros estornudos que ahora suenan en coro por la inmensa sala.

Alertado me doy cuenta que son varios los enfermos, entonces mi alarma personal se activa, y el pánico de contagio se apodera de mi cabeza. La verdad es que no soy un tipo que jamás haya sobresalido por tener las defensas altas, y no quiero pasar un fin de semana en cama con fiebre y la nariz roja. Busco entonces una salida de emergencia, pero no la encuentro. Decido dejar todo lo que estoy hacienda y salir del edificio a tomar aire puro.

La energía que me acompañaba ha comenzado a abandonarme. Ya no me siento bien, no estoy tranquilo ni contento, y el vigor que me rodeaba se va desbordando lentamente entre mis dedos.

Recuerdo entonces que hay un supermercado a pocos metros de distancia. Me apresuro a comprar vitaminas C, un par de jugos de naranja, algunos pañuelos desechables –por si las moscas-, un aerosol para limpiar el aire (Lysol), y una botella de desinfectante de manos.

Al regresar al edifico, eludo al portero pretendiendo que hablo por mi teléfono. Luego entro a la oficina y me incrusto en mi silla, no sin antes limpiarla con el desinfectante, al igual que mis manos, el teléfono, el mouse del computador, y esparcir al lado de mi espacio el aerosol.

Pero mis precauciones son inútiles. Solo 30 minutos después, mi nariz comienza a segregar agua.

-Mierda, me voy a enfermar-, me digo molesto, al momento en que la garganta me raspa y un latido en la cabeza surge como pájaro carpintero.

Vuelo hacia el botiquín y encuentro las pastillas mágicas de la gripe. Me tomo un par con el jugo de naranja, pero antes de terminarlo, el primer estornudo me abraza.

Odio a mi compañero de trabajo, al portero, al virus, a sus mocos y a los demás dolores que ahora quieren jugar conmigo y dañarme los planes del fin de semana.

Paso el resto de la tarde sumido entre los mocos, los ojos llorosos, el frío del ártico, y café caliente.

Al salir de la oficina oso preguntarle de nuevo al culpable de mi estado de salud:

-¿Cómo te sientes ahora?-, pero el sonido de mi voz raya en la ronquera, como si fuera un cantante de rock and roll o un fumador empedernido.

-Mucho mejor. Gracias por preguntar-, indica él. Luego me dice: -No deberías venir así a la oficina, pudieras contagiar a alguien más-







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