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lunes, 12 de septiembre de 2016

Casi 100 años de soledad.


Mi abuela ‘Alla’ como le decimos desde siempre, cumple 94 años. Su cuerpo aún fuerte no lo sabe bien, tampoco su mente olvidadiza que pregunta con frecuencia cuánta edad tiene, y quizás menos, muchos de sus nietos y amigos, que no tienen idea del año exacto de su nacimiento.
Alla es una mujer especial. A pesar de completar casi un siglo de vida, sus ideas son modernas y sus puntos de vista se acoplan a la tolerancia y al respeto por la diferencia. Con voz gruesa y afinada, todavía canta aquellos tangos gardelianos de una manera sublime, y en cada frase musical que brota de su alma, puedo apreciar cientos de recuerdos que llegan a su mente durante su interpretación.
Recita poemas de muchas estrofas con la capacidad de una oradora internacional y sin vacilar por un instante sobre el verso siguiente, como si aquellos escritos se hubiesen impregnado en su lengua de manera indefinida. También narra con impresionante precisión la campaña libertadora de la Nueva Granada, entregando señales y detalles concisos de la vida de Simón Bolivar, en donde con facilidad cualquiera pudiera pensar que fue su amiga o su amante.
Alla ahora ríe con frecuencia, aunque años atrás, el llanto y la tristeza eran protagonistas en su vida. Viuda desde muy joven, quedó encargada de sus cuatro hijos pequeños, a los que tuvo que sacar adelante con el sudor de su trabajo como maestra en veredas y pueblos alejados. Luego la pérdida intempestiva de su único hermano fue un golpe bajo, y el inicio de una cadena de trágicos sucesos que conllevaron la muerte de su hija, sus padres y su tía de crianza en menos de un año.
Entregada a la pena, jamás volvió a sonreír. A sus sesenta años un enfisema pulmonar, consecuencia de sus muchos cigarrillos diarios, la dejó al borde de acompañar a sus familiares ausentes, pero la parca que juega con todos, se negó a invitarla a su viaje desconocido y se enamoró de sus canciones y poemas, decidiendo entonces que la vieja enferma del alma, con los recuerdos tristes y el pecho marchito, se quedaría por mucho tiempo más.
Alla se acostumbró a olvidar sus dolores más intensos –los que llevaba en su corazón-, y abrazándose al Alzheimer que llegó como invitado de honor, comenzó a vivir una vida donde ya no la atormentan las memorias tristes. Creo que a propósito enterró en un cajón del inconsciente aquellos tragos amargos, y dejó aflorar los momentos de idilio y romanticismo que han marcado sus más de nueve décadas.
No es Juana de Arco, ni Manuelita Sáenz, o Clara Zetkin, pero su trayectoria andariega la ha convertido en una heroína para quienes la conocemos. Gracias a su trabajo e inteligencia, su familia logró educarse y entregar frutos a las nuevas generaciones. Su lucha constante la convirtió en una ícono de todos los que de una u otra forma tenemos que ver con ella, con mi abuela, la mujer de hierro, esa que a sus 94 años me dice que el secreto de la vida es hacer lo que me haga feliz sin hacerle daño a nadie, y luego –sin tapujos- me cuenta un chiste atrevido donde va implícito su inteligencia y locuacidad.
Hoy a la distancia abrazo a mi vieja, a la abuela que no sabe cocinar ni tejer, a la que no le teme a la muerte, pues ahora son amigas que se respetan y admiran.
La llamaré a felicitar y seguramente cantaremos juntos ‘Recuerdos de Ypacaraí’, nuestra preferida.
 
 


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