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jueves, 18 de junio de 2015

¿Dónde está mi chorizo?

He regresado hace pocos días a Miami procedente de Buenos Aires, donde pasé casi dos semanas en una asignación de trabajo. Desde que era muy pequeño quise conocer la Argentina, un país que sin saber el por qué me resultaba familiar, conocido, cercano.

Por primera vez en mis 38 años de edad, tuve la oportunidad de pisar sus calles, de conocer directamente su gente, de visitar tantos sitios que siempre me llamaron la atención, de verme cara a cara con amigos (as) que he hecho a través del tiempo en redes sociales.

Tengo que confesar que iba precavido con la población de este país, ya que la imagen que tenía de muchos argentinos en Estados Unidos, no era la mejor; pero en solamente dos días, mis prevenciones con la gente de allí cambió radicalmente y me di cuenta que la población es amable, humilde, amigable, servicial y que no se asemeja a nada con algunos que se creen de mejor familia por el simple hecho de vivir en el extranjero.

Analizándolo bien, me doy cuenta que este problema socio cultural no es solo argentino, sino además colombiano, venezolano, mexicano, y sin equivocarme podría decir latinoamericano. Pensamos que al salir de nuestro terruño de nacimiento avanzamos a un estatus social superior, sin darnos cuenta que la vida de inmigrantes es difícil, sin importar el trabajo que tengamos.

En fin, volviendo al cuento, me sorprendió agradablemente encontrarme con gente tan familiar en la calle. Personas que al notar mi acento paisa, se arrimaban a preguntarme sobre mi país. Desconocidos que no dudaban en detener su paso para ayudarme con direcciones. Extraños que en un bar y al darse cuenta de que era extranjero, me invitaban a su mesa para hacerme compañía, y que me acogieron con extremo cariño.

Y es que siempre se habla en nuestra región que los argentinos carecen de humildad, pero afirmo con convicción que esta apreciación es errada.

La Argentina es un país cultural maravilloso, que emana de sus poros una autenticidad muy peculiar. Es difícil no notar una capa de melancolía que envuelve sus calles, sus edificios, su diario vivir; pero es  esa nostalgia la que le da ese toque mágico que me dejó enamorado, y con ganas de regresar.

Después de 4 días en Buenos Aires, ya tenía suficientes amigos para ir de juerga el fin de semana, y con los nuevos conocidos quedamos en ir a cenar en un restaurante conocido en una de las zonas más frecuentadas de la ciudad. Abrazos y besos por doquier fueron parte del ritual de saludo, y luego pedimos botellas de vino para celebrar la noche de viernes.

Analicé el menú del restaurante buscando una buena carne. Tras leer varias veces los platillos, decidí por comerme un ‘bife de chorizo’, pues tenía tanta hambre que en ese momento una vaca no sería suficiente.

Entre vino, brindis, historias, risas y acentos diversos, la noche fue abrigándonos y presagiando las sorpresas que llegaron después.

Por fin la cena arribó a la mesa, luciendo tan bien como olía. Todos festejamos la llegada de los platillos, ya que imagino que el hambre era el común denominador del momento.

Todo lucía exquisito, pero al posar mis ojos en mi plato me di cuenta que algo no estaba bien. ¡Faltaba el chorizo!

-¿Será que está dentro de la carne?-, pensé en silencio, mientras esperaba al mesero para preguntarle por mi carencia.

Mis amigos de mesa, todos argentinos (as), comenzaron a comer con agrado, y yo decidí entonces abrir la gruesa carne con un corte horizontal, esperando que quizá el choricito estuviera adentro, pero no fue así.

En ese momento, el mesero regresó a la mesa para preguntar si todo estaba bien, y yo, víctima de la ignorancia, dije en voz alta:

-Disculpa, no vino el chorizo en mi plato-

Inmediatamente todos en la mesa soltaron una carcajada larga y pronunciada, que incluso llamó la atención de otras personas aledañas.

-¿Cuál chorizo?-, osó en preguntarme el mesero, jugando con mi carencia de recorrido gastronómico internacional.

-¿No era un bifé de chorizo?-, pregunté de nuevo, pero esta vez con el volumen de mi voz tan bajo que dudo alguien me escuchara. Ante el silencio tortuoso del momento, añadí:

-¿No venía un chorizo con la carne?

Una vez más las risas se escucharon en el ambiente. Ahora no solo reían mis amigos, sino el mesero y los comensales de otras mesas, quienes comenzaban a contarse entre ellos lo acontecido.

-Mirá ché-, me dijo uno de mis nuevos amigos. –El bifé de chorizo es solo un corte, no es que venga con chorizo incluido. Sos un groso y por eso ya te queremos-, añadió, mientras mi rostro se tornaba rojizo como el chorizo que nunca llegó.

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