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viernes, 9 de octubre de 2015

Un sánduche con sorpresa

Entro a una tienda de comida rápida y saludable para almorzar. Por lo general me como allí un sánduche de albóndigas con lechuga, salsa de tomate, pepinos, y cualquier hoja que le quieran agregar. Pido además una sopa de pollo y una limonada.

Es medio día, y el sitio que se encuentra en el corazón de una zona de oficinas, lógicamente está repleto, por lo que encontrar una mesa disponible es una misión imposible.

Observo rápidamente alrededor. La mayoría de los comensales son ejecutivos y empleados que dejan ver colgado de sus cuellos o correas, sus identificaciones con sus fotos y el nombre de la empresa que confía en ellos.

-¿Te quieres sentar aquí?-, me dice un hombre viejo, con una barba blanca amarillenta, y unos ojos negros cansados.

Agradezco su amabilidad y me siento en su mesa. 
El sujeto, me sonríe y sigue comiéndose su emparedado con enorme satisfacción.

Su camiseta apretada tiene algunos agujeros en el pecho, al igual que sus zapatillas negras.

En la mesa del lado, hay dos jóvenes comparando sus nuevos celulares.

-Siempre me ha gustado más el iPhone-, indica la entoconada, mientras que su acompañante aduce que el Samsung toma mejores fotos, y no sé qué más.

El viejo de mi mesa, no puede evitar escuchar la sonora conversación, y mirándome con calma me dice:

-La tecnología nos ha idiotizado-

Inmediatamente vuelvo a guardar mi celular, que estaba a punto de sacar de mi bolsillo para revisarlo.

-Yo por eso nunca he tenido un aparato de esos-, indica ahora, dejándome ver entre sus dientes parte del pollo que se come.

Arnulfo me dice que nació en Montevideo, lugar donde vivió más de la mitad de su vida. Entre bocado y bocado, me cuenta que fue profesor de arte en una universidad de la capital, pero que decidió emigrar al norte, en busca de una de sus hijas.

-Es una larga y triste historia-, me dice el hombre con brillo y nostalgia en sus ojos.

Presumo que una lágrima mojará su barba larga, pero él la controla con un suspiro profundo, y evita que su bigote toque una cosa diferente a la salsa de su sánduche.

-El alcohol destruyó mi vida-, prosigue el anciano con calma. 
Lo miro detenidamente y comienzo a pensar que no está tan viejo como aparenta. Estoy seguro que si se afeita, y se organiza un poco, lucirá menor de 60 años.

El almuerzo se nos acaba a ambos, pero no nuestra conversación provechosa, incluso más que la sopa.

El uruguayo me dice que está buscando trabajo como constructor en la zona, donde sabe que debido a la cantidad de proyectos nuevos que se gestionan, conseguirá algo muy pronto.

-Me han dicho en esa construcción (me señala con sus labios mientras mira hacia el andén del frente), que venga el lunes y que de pronto puedo empezar ese mismo día.

-Te gusta leer-, me pregunta. Diez minutos más tarde, Arnulfo me da una clase de literatura que jamás esperaba. Hablamos de la nueva Nobel de literatura, y él me dice que ha leído dos de sus libros, y que le agrada en demasía la manera en que proyecta el rol femenino en muchas de sus obras.

El hombre me recomienda algunos libros, me habla de museos y canciones, de ciudades, de política; y mientras ilustra mi ignorancia, me doy cuenta que estoy frente a un hombre inteligente, interesante, lleno de información y tristeza.

Una hora más tarde, y  mientras disfrutamos un café en un sitio cercano, Arnulfo me da las gracias por escucharlo. Le devuelvo las gracias, pues el afortunado soy yo que he recibido lecciones gratuitas, y que confirmo una vez más que no se puede juzgar a un libro por su portada.

Con un fuerte apretón de mano, mi nuevo amigo y yo nos despedimos; acordando una nueva cita.

Me dirijo hacia mi auto, pero me detengo en una tienda de libros y pregunto por obras de Svetlana Alexievich.

-¿De quién?-, me contesta Joan, el hombre que me atiende.


En silencio lo observo, y doy gracias al cielo por Arnulfo y su intelecto.

Pd/ Agradezco a mi amiga Roxa por la nueva imagen del blog. Gracias de corazón.

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