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jueves, 24 de mayo de 2018

Chris Cornell y un yogurt de cereza.

Ha pasado algún tiempo desde que publiqué una columna en este espacio, pero han sido días complicados, semanas de batalla, meses convulsionados, donde el giro de la vida me ha dejado lecciones importantes, bofetadas, pérdidas, pero sobre todo donde me he dado cuenta una vez más que la adversidad tiene magia propia, pues es en ella donde emana la fuerza que nos falta a veces para seguir adelante. 

Creo haber leído en alguna hoja, que día sin tropiezo es igual a jornada sin aprendizaje, y lo único que puedo pensar ahora, es que quien escribió tal concepto se justifica con ideas positivas absurdas para darse ánimos. La verdad, es que el aprendizaje está por doquier, en los buenos y en los malos momentos; lo que sucede es que estamos condicionados a analizar las circunstancias con mayor detenimiento en instantes oscuros, en calamidades, en las caídas, y por ignorancia o ingenuidad (que son la misma cosa), pensamos que los buenos tiempos son afines a nuestra condición de vivientes.

Y las hojas han caído de los árboles, y la lluvia se ha dejado venir sobre el asfalto, ese suelo frío e inerme que piso a diario, y en el que he mojado mis sentidos con sangre, con un fuerte dolor de cabeza que se ha propagado hasta los dedos de los pies, y con el que he aprendido a convivir sin opción alguna por el momento. Y escuchando a mi cantante favorito en esta madrugada, me acuerdo que a veces no importa que las ideas tengan sentido para todos, pues lo importante es que en el laberinto de tu cabeza se desarrolle una trama lo suficientemente poderosa para saciar el absurdo.

Me acuerdo con detalles cuando tenía 8 años y me enamoré de Claudia, una musa de mi edad que me regalaba tarjetitas diciéndome que un amigo como yo hacía la vida más bella, y por la que escuchaba las canciones románticas de Perales, suspirando en las noches de lluvia. Y luego, solamente meses más tarde, ese amor de colegio ya no estaba, había desaparecido de mi pecho y de mi mente, pero llegaba Sandra, y un mes más tarde Lina Paola, y luego Viviana quizá, o Andrea, o Pilar, y entonces conocí a mi guitarra, y la toqué con pasión, y así le escribí prosas a ellas, y a otras que no conocía, y a mis amigos, y al futuro incierto, y a la injusticia, y también a la muerte, y me enamoré de ella con locura, y ella de mí, y entonces le escribí poemas, y en un piano viejo escuché su voz por primera vez, y luego llegaron las botellas, y la euforia de la primavera, y los viajes sin regreso, y entonces se me quebró la memoria, y también algunos huesos, y me salieron arrugas en los recuerdos, y decidí hacerme fuerte, y no lo logré hasta ahora, tal vez porque jamás lo he querido lo suficiente.

Y perdí en la ruleta, y pagué altos precios por mis errores y por los errores de otros, y menosprecié momentos que se esfumaron para siempre, y algunas voces que amaba se apagaron delante de mis ojos, y entonces me perdí en un callejón sin salida por años, y divagué en el mismo punto sin movimiento, era como estar paralizado, sin rotación ni traslación, sin que nadie se diera cuenta que estaba ahogado por mi propia saliva.

Es que no es fácil entender que el mundo no gira para vos, y llega la negación fundada en prácticas comunes sin sentido, en foros etéreos, en ficciones arraigadas en nuestros entornos sociales, en mantras inentendibles que pensamos milagrosos. Pero un día cualquiera, en mi caso un jueves, la mirada interna me cambió, y entendí el mejor secreto que yo mismo me había reservado, y fue ahí cuando al comprender que yo era el artífice de mi masoquismo infinito, me despojé de aquellos demonios que me asechaban sin sentido; y fui libre por primera vez.

Poco hablo de mi con seriedad, muy poco; incluso puedo afirmar que solo yo me conozco a fondo, solo yo. Pero a veces, como hay cosas que no me gustan de mi mismo, intento crear los mundos que las voces internas no conocen, y es allí donde puedo ver todo y donde soy testigo hasta del movimiento de la más diminuta partícula, de aquellos iones que nos conforman, de esa memoria colectiva y sabia, de la infinidad que llevamos en cada pelo. 

No, no estoy escribiendo bajo sustancias químicas, a no ser que el yogurt de cereza esté caduco, y entonces ya estaría vomitando más que estas palabras.

Les recomiendo escuchar la voz majestuosa de Chris Cornell, no se arrepentirán. 



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