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sábado, 3 de febrero de 2018

Vaya deportista...

Comienza a caer la noche sobre medio planeta. Es fin de semana, y la temperatura es propicia para hacer ejercicio. Manejo mi auto con un plan determinado sin que ningún desvío se interponga en mi camino. Luego llego hasta un enorme parque, con vista al agua, donde cientos de personas practican diferentes actividades deportivas. 

Camino con sigilo planeando en cuál de ellas me aventuraré, pero mientras voy decidiéndolo, topo con una banca que está justo debajo de un frondoso árbol que aromatiza el lugar.

Poso mi mermado trasero sobre aquella madera pintada de blanco, y analizo mi próximo movimiento. Algunos juegan fútbol a escasos metros, otros voleibol; más allá, un grupo arroja un disco que vuela por el aire en forma de platillo volador, pasando sobre las cabezas de quienes circundan en sus bicicletas.

No soy un gran deportista (nunca lo he sido), y consciente de mi realidad, sacó de mi bolsillo un cigarrillo mentolado y le doy vida a las páginas del libro que traigo en mi mochila.

El bullicio de los deportistas me apacigua la mente, y la hermosa vista del agua que suena a lo lejos, se funde con la grata sensación del humo saliendo de mi boca, ya que no aprendí jamás a expirarlo por mis torcidas fosas nasales.

Paso casi dos horas carcomiendo la magnífica historia que tengo en mis piernas, e intentando de vez en cuando hacer una bocanada con forma de anillo, pero fracaso en el intento y lo único que sale de mi boca es un fantasma sin forma que se difumina en la noche.

No soy un tipo de muchos amigos, tampoco alguien que disfrute de la compañía de grupos, pues sin saber el por qué, pierdo fácilmente el enfoque de las palabras escuchadas, y termino divagando entre notas musicales y curvas de damiselas. Pero me gusta estar rodeado de otros que no estén conmigo, sentir el mundo a mi alcance, saber que depende de mí asociarme o desasociarme con la realidad en la que no habito completamente.

No se trata de timidez, pues no sufro de este contratiempo; es solo que en el silencio de mi boca hallo la tranquilidad que pierdo en el bullicio de las sílabas. 

Analizándolo bien, me atrevo a asegurar que mi situación no es atípica, y por eso es que en la actualidad vemos a tantos seres mecanizados y perdidos en las pantallas de sus artefactos tecnológicos, socializando con espectros que no están al alcance de la mano, pero en un entorno lleno de gente. 

Y rindiéndole un tributo al último cigarrillo de la caja, decido consumirlo con lujuria, especialmente porque me quedan las dos páginas finales de quien fue compañera por una semana. 

Me embarga una especie de melancolía siempre que termino de leer un buen libro; es como si me despidiera para siempre de un amor que no quiero dejar, como si se me cayera un diente más. Con un suspiro le doy las gracias y boto la colilla del pucho a la basura. 

Ahora puedo regresar a casa después de un viaje al pasado y un amor inconcluso... mis deportes favoritos.









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