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lunes, 22 de julio de 2013

El Tour de Francia en los ojos de un bobo.

Confieso que el ciclismo no es una de mis aficiones, que casi nunca lo veo, y que ni siquiera bicicleta tengo; sin embargo en el Tour de Francia que finalizó este domingo, la notable participación de mi compatriota Nairo Quintana, -un joven de 23 años de edad, criado en el seno de una familia de humildes campesinos que vendían frutas y hortalizas para sobrevivir-, hizo que aprendiera a disfrutar este bello deporte, y que me pasara algo de lo que aún me estoy riendo y quiero compartir.
Resulta que el sábado, Nairo, vistiendo una camiseta blanca, iba adelante del pelotón en su caballito metálico junto a otros dos corredores. Creo que faltaban solamente unos dos kilómetros, cuando aquel hombre usando los súper poderes conseguidos con una alimentación basada en papas, sopa de gallina, arepas, y frijolitos, decidió darse a la fuga dejando atrás a sus dos rivales, y causando que mi corazón comenzara a latir velozmente. Una emoción indescriptible se apoderó de mí, y comencé a aplaudir y a gritarle voces de apoyo, como si él me estuviera escuchando.
Cuando Nairo arribó a la meta en solitario, mis ojos se encharcaron de orgullo y salté como grillo por toda la sala. Después tomé el teléfono y llamé a mis hermanas para compartirles la noticia, y todos nos abrazamos virtualmente mientras valorábamos el esfuerzo de este muchacho que salió de la nada y que ahora hace patria en el exterior.
El domingo era el día en que la carrera finalizaba, y yo ya estaba pendiente de Nairo y su actuación.
A las 10 de la mañana, mi padre me llamó diciéndome que estaban en la competencia, y que fuera a su casa a verla con él. No lo pensé dos veces, y convertido en un fanático del ciclismo llegué pronto para ver el último día del Tour, esperando que Naira volviera a figurar.
Como poco entiendo del deporte este, vi a Nairo otra vez vistiendo su camiseta blanca, y de nuevo dado a la fuga con los mismos dos ciclistas del día anterior.
-Wow, estos tres son de lo mejor-, le dije a mi padre, mientras le explicaba que un día antes habían sido ellos los que estaban adelante, tal como pasaba en este momento.
Faltando unos dos kilómetros, Nairo de nuevo decidió fugarse, dejando atrás (otra vez) a sus dos rivales, y causando una vez más que mi corazón palpitara más veloz que el movimiento de sus pedales. Claro está, que como ahora estaba en compañía de mi padre y mi madre (que se sumó al escuchar nuestro escándalo), comencé a emocionarme aún más, y al ver a nuestro ciclista colombiano estar muy cerca de la meta, me arrodillé frente al televisor con alegría inmensa, mientras gritaba que era un monstruo por hacer en dos días consecutivos una hazaña como esta.
Mis viejos, quienes me siguen la corriente, también gritaban y se abrazaban entre ellos llenos de orgullo, y una vez que Nairo llegó a la meta, aplaudimos como locos y nos fundimos en amor patriótico, dejando derramar nuevamente un llanto de alegría.
-Dos veces seguidas, esto es increíble-, les dije, dándome cuenta que me estaba quedando ronco.
En ese momento llegó a la casa mi cuñado, y al vernos aún tan emocionados nos preguntó qué pasaba.
-El ciclista colombiano volvió a ganar-, respondió mi mamá, mientras todos reíamos como abobados con lo acontecido, y yo comenzaba a escribir en las redes sociales un mensaje de satisfacción.
Mi cuñado soltó una carcajada, y nos dijo que era imposible, ya que la carrera todavía no comenzaba, y que lo que estábamos viendo era la repetición del día anterior.
-¿Qué?-, dijimos todos en coro, al momento en que un halo de vergüenza se apoderaba de todos nosotros, y mi cara se convertía en un arcoíris donde la estupidez era la encargada de irradiar aquellos colores.
Hoy aún estoy ronco, pero con ganas de comprarme una bici.


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