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domingo, 14 de enero de 2018

Es una llama que me quema las entrañas.

Mi tío favorito era un hombre multifacético, un visionario, un poeta enamorado de las circunstancias que cobijaban su camino. Ese hombre que cantaba con ecos de tango, el que podía contar historias inverosímiles al mismo mago de Oz, y cuentos terroríficos a cualquier espanto, logrando salir avante en su oratoria peculiar y mágica. Aquel sujeto especialista en leyes, que memorizaba cualquier articulo de los códigos penales, civiles, laborales, como si el mismo los hubiera escrito en una tarde de somnolencia. El sujeto que enseñaba a cientos de alumnos sobre las virtudes de la ética y la moral, sobre los grandes pensadores de la historia, sobre la vida y sus decisiones; y que me enseñaba a mí de manera privada sobre el arte del romanticismo y el poder de la lujuria, sobre la mejor manera de mirar la tarde y las curvas femeninas, sobre cómo ser un experto en la conquista y a la vez un erudito de la noche y los misterios.

Mi tío era un hombre como pocos, como muy pocos. No era un ser común y corriente como los demás hermanos de mis viejos, no era un sujeto que se pudiera encasillar en preceptos determinados, no era aquel individuo que regía su accionar por las conveniencias sociales; no, él era un atípico, un loco solitario lleno de virtudes, un genio de los días, un artífice inequívoco de los errores, esos que lo conducían al placer de las derrotas y de las ganancias.


Mi tío Darío era un continente aparte. 

-Es una llama que me quema las entrañas y me produce una ansiedad extralimitada-, me confesaba, explicando la sensación que lo embargaba ante la necesidad de un trago. 

Luego me explicaba que no era fácil abstenerse de tomar, y por mas que lo intentaba, siempre terminaba sucumbiendo ante las gotas de belleza que abrían esas puertas dimensionales y lo convertían en un sujeto dual: villano y héroe de historias inconclusas.


-Es una llama que me quema las entrañas-, me repetía con padecimiento, con dolor en el alma, con sabor a fracaso, con mirada de niño.


Mi tío Darío partió hace muchos años, pero inexplicablemente siempre me acompaña, y no hablo solo de su recuerdo, de sus palabras, de sus anécdotas, de su gallardía, de sus batallas; me refiero a que desde el mismo día de su viaje dimensional, ha estado conmigo; dejándome mensajes que ahora entiendo, expresando sus ideas en el aire, aduciendo que la vida no se gana ni se pierde, solo se vive tal como es.


Yo también siento esa llama que me quema las entrañas, es un desespero en el pecho generador de ansias, una taquicardia en los huesos, un descomunal incremento de ideas, un sinnúmero de respuestas sin preguntas, dos sombras en la pared cuando camino, la certeza de que nada existe y a la vez yo soy el todo, esa peculiar y abrumadora sensación de poder que me libera del yugo ideológico impuesto a los humanos, una carcajada abrupta que se silencia en la garganta un segundo antes de emanar de mi boca. Esa llama que me quema es mí motor para dar el otro paso, para escribir la siguiente letra, y la otra, y la que sigue, y emancipar mi rumbo, y llenarme de vacíos que me regresan al secreto del que hago parte.


La diferencia es que mi hermoso tío solo sentía esa llama cuando necesitaba del etílico para ser nuevamente él, y yo, yo la siento a diario cuando la noche llega, cuando se prenden mis velas, y mis puertas se abren de par en par, sin limitaciones.









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