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miércoles, 17 de enero de 2018

Los alaridos sexuales de mis vecinos.

Nos quejamos a menudo sobre las condiciones en las que vivimos: sociedades materialistas, gobiernos corruptos, políticos avaros, brechas sociales inalcanzables, egoísmo como himno, carencia de solidaridad, soledad.
Es fácil asumir que el mundo se ha deformado por conveniencias personales de otros, porque pesa menos la justificación de saberlo marchito que la responsabilidad que tenemos para mejorarlo.

Nos hemos acostumbrado a pensar que la carga de la prueba, o el deber de hacer de la vida una mejor pertenece a aquellos que nos lideran, al gobierno de turno, a los poderosos; y así nos desligamos de cualquier obligación, ¿pues si no pueden ellos, cómo podremos nosotros?

No controlamos nuestro destino pues se nos ha enseñado a ser gobernados en todos los niveles, hemos perdido la capacidad de generar ideas de cambio porque nos minimizamos pensando que, para que surjan, se necesitan maquinarias que las impongan. Nos hemos dividido en dos grupos: los realistas y 'triunfadores', o los ilusos soñadores, aquellos utópicos que viven en las nubes y que tarde o temprano tienen que caer para entender que la vida es cruda y que es imposible cambiar un esquema (viciado o no), que funciona desde siempre.

Frases como: -Sabes lo peligroso que es ir en contravía del sistema-, -mejor no meterse en esos asuntos-, -es imposible con el poco poder que tenemos comparado a los verdaderamente poderosos-; son verdugos de la creatividad humana. 
Luchar en contra de la injusticia de siglos no es descabellado, lograr un cambio generacional es posible, modificar el sistema que conocemos es viable, organizar el mundo de otra forma, de una manera más equitativa depende de nosotros. 

Los sistemas financieros globales controlan la vida diaria, y por ende quienes los manejan. Somos esclavos del oligopolio bancario, rehenes de los titiriteros bursátiles, adoquines frente a los hilos conductores, y lo peor de todo es que estamos tan adaptados al yugo impuesto que ni siquiera nos replanteamos un escenario diferente, y sucumbimos mezquinamente con un síndrome de Estocolmo que ni siquiera comprendemos.

Hay maneras sencillas de ser epicentro de terremotos que sacudan las estructuras arraigadas en el concepto conocido como mercado.

Todos pertenecemos a grupos en menor o mayor cuantía. La familia, los amigos, los compañeros de trabajo, los grupos de WhatsApp -tan usados ahora-, los de entrenamiento, las escuelas, los vecinos, las ciudades, los países, etc.
Todos podemos aportar un aprendizaje a los demás en esos mismos grupos, y a la vez beneficiarnos de las enseñanzas de otros miembros. Un trueque moderno donde el intercambio de dones resulte en  un modelo de nuevo mercado. Donde se hagan listas y cada uno de los integrantes pueda enseñar lo que sabe, sin importar si se beneficiará o no de otro.
Por ejemplo, A, B y C. Donde A pueda aportar su conocimiento musical y enseñar a tocar la guitarra una hora a la semana de manera gratuita a B, o a C, o a ambos. Donde C quiera enseñar un idioma, sin importarle que los servicios que ofrecen A y B sean o no de su agrado; porque sabe que a largo plazo llegará H o K, que le aportarán de manera gratuita algo que si le satisfaga. 

Listas a gran escala, donde podamos de una vez por todas controlar al menos un poco nuestro destino sin tener que depender de las finanzas, donde las limitaciones no sean económicas. 

Tenemos en nuestras manos todas las herramientas para generar modelos diferentes que desaten cadenas. Intercambio de servicios sin interrumpir drásticamente el flujo normal de nuestras actividades, y a la vez interrumpiendo el flujo del capital que llega a las mismas arcas.

Uno más uno es solamente dos, pero cuando la cifra se visualiza de manera exponencial, ese dos es imparable.

Por cierto, sé que el título no concuerda con el contenido, pero créanme que mi intención al comenzar a escribir siendo las 4 am, era diferente al resultado. Y sí, los vecinos han cesado en su euforia, y a diferencia de ellos yo no puedo conciliar el sueño que me han robado. Al menos alguien descansa plácidamente. 







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