Voy al
supermercado para comprar mis artículos de comida de esta semana que se
avecina. Hace pocos días comencé una nueva rutina de entrenamiento físico, la
que conlleva un cambio radical en mi forma de alimentación.
Mi instructor
está intentando cambiar lo que siempre he comido por alimentos más saludables. Él
mismo me recomendó que siguiera comprando los víveres en una tienda orgánica,
pues según su experiencia, allí venden productos de mejor calidad.
Entro con mi
carrito de compras a tal tienda, y con una lista de lo que él me ha
recomendado.
Arroz integral, espaguetis integrales, manzanas
verdes, pancakes integrales, brócoli, espárragos, fresas y moras, avena líquida
de tal marca, un tarro con claras de huevo (porque la yema tiene muchas
calorías), hongos, pescado y pollo de determinada clase, lentejas de bolsita de
un color, frijoles que luzcan de otro, y mil pendejadas más que ahora debo
comer para seguir sus instrucciones, y mejorar mi salud.
Yo que aún
pienso que aquel hombre está exagerando, he decidido hacerle caso por los tres
meses que dura el primer ciclo del entrenamiento, ya que en la reciente medición
de mi cuerpo, me dijo que tenía 40 libras de grasa.
Yo no soy un
tipo gordo, y mi peso de 174 libras está proporcionado con mi metro ochenta
centímetros de estatura, pero parece que me sobra grasa y me falta músculo.
El hecho es que
el entrenamiento físico es muy difícil, así que si estoy haciendo el sacrificio
diario de dejar mi sudor en su gimnasio, por lo menos intentaré alimentarme de
la manera en que me aconseja, y ya en tres meses decidiré qué hacer.
Al pagar mi
comprar me di cuenta que la comida orgánica es mucho más costosa que la normal
que acostumbraba a comprar toda la vida, y de nuevo me dije que esto lo haré
solamente por 3 meses, pues no sé hasta dónde alcance mi presupuesto.
-Uff, hay que
ser rico para estar saludable-, me dije a mi mismo, pensando en el mismo
instante que no es justo que una sola papa valga casi un dólar en aquel sitio.
Al salir de
aquel supermercado observé que en el parqueadero la mayoría de carros eran
lujosos y nuevos, confirmando una vez más mis pensamientos de segundos antes.
Guardé mis
compras en la cajuela de mi Toyota 2004, y arranqué con rumbo a casa. Al llegar
al semáforo de la esquina, observé a un hombre que estaba parado sosteniendo un
cartel que decía: (Traduzco el escrito porque estaba en inglés)
“Mi esposa, mi
hijo y yo tenemos hambre. Por favor intenta ayudarnos”.
Cerca de aquel
sujeto se encontraba una mujer sentada en el piso y a su lado un pequeño de
unos 3 o 4 añitos que jugaba con un palito.
Yo me quedé
absorto mirando aquella imagen, mientras pensaba segundos antes compraba comida
orgánica para lucir y sentirme mejor. Un enorme sentimiento de culpa me embargó
los ojos.
Los pitos de los
carros de atrás comenzaron a sonar cuando se dieron cuenta que la luz del
semáforo era verde y que yo no me movía, pues seguía hipnotizado con aquella
familia que sufría.
De nuevo los
pitos de los impacientes choferes llegaron a mis oídos, y yo arranqué hacia
ninguna parte.
Lo que sucedió después
me lo reservo, pero al llegar a casa y bajar mis paquetes del mercado, no pude
evitar que el llanto se apoderara de mi cocina por algunos minutos.
Lamentablemente hemos
perdido la visión del camino, y solamente la recuperamos de manera intermitente
en algunas ocasiones.
Miramos hacia
arriba con frecuencia, queriendo mejorar nuestro estilo de vida, anhelando
tener más bienes materiales, mejores posiciones sociales, poder, dinero,
importancia, reconocimiento, fama y muchas dádivas más. Y ojo, yo no digo que
sea malo querer superarnos y tener una mejor calidad de vida para nosotros y
nuestras familias; pero lo que pienso con tristeza es que no miramos hacia
abajo con la misma frecuencia, y por ende no agradecemos todas las bendiciones
que nos acompañan a diario.
Mientras aquella
familia del semáforo padecerá de hambre nuevamente mañana durante muchas horas del
día, somos muchos los que podemos comer a la hora que queramos, dormir bajo un
techo, comprar las medicinas necesarias cuando estemos enfermos, bañarnos a la
hora que queramos, vestirnos diferente cada día, y mil situaciones más que
damos por garantizadas, pero que para millones de personas en el planeta son un
lujo que no se pueden dar.
Aquí sentado en
mi silla de oficina, escribiendo estas palabras en mi computador, mientras me
tomo un té caliente y miro la luna por mi ventana, no puedo sentirme menos que agradecido
con la vida por las oportunidades que tengo, aunque no pueda sentirme feliz.
Y es que ¿cómo
ser feliz cuando sabes que hay otros que sufren por elementos que a otros nos
sobran, cuando hay tantas personas como nosotros que carecen de un bocado de
comida, de un techo, de compañía, de protección, de compasión y que además están
en casi cada esquina del planeta?
Nos invito a que
dejemos de mirar tanto hacia arriba, y que comencemos a mirar hacia abajo, a
los que sufren, y que los ayudemos, sea poquito o mucho para nosotros, cualquier
acción hacia ellos significa demasiado para los que no tienen nada.
El mundo es un
lugar injusto, pero nosotros podemos traer en las manos y en el alma la
esperanza que a veces parece desvanecerse.
Un abrazo con
cariño.
Mi estimado Hector, hace dias no leia tu blog por las innumerables situaciones que he vivido ultimamente, pero hoy entre desesperadamente a buscar tu nota, pues me refresca el espiritu. Me encanta leerte, eres un gran escritor, que aparte de divertido logra sensibilizar el alma en unas cuantas lineas.
ResponderEliminarnice.
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