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domingo, 30 de noviembre de 2014

Viajando sin acentos

He buscado por todas partes en mi teclado, y no encuentro la manera de acentuar las palabras. Tampoco hallo la letra que va entre la N y la O. No me gusta escribir dejando algunas letras semi desnudas, por lo que me he propuesto en el siguiente escrito, a usar solamente palabras que no necesiten acentos.
Estoy seguro que tal problema me limita en mi hojarasca, pero no tengo alternativa. Ya veremos el resultado:

Temo volar. Con la edad este sentimiento de molestia causada por las turbulencias se ha incrementado. He recurrido a diferentes posibles soluciones para hacerle frente a mi miedo, pero nada ha funcionado.

-Salta de una avioneta-, me aconsejaron algunos ‘amigos’, convencidos que sus palabras llevaban guardadas la cura a mi enfermedad.
Siguiendo los sabios profetas inexpertos, lo hice, perdiendo en aquel salto una tercera parte de mi vida. Saltar de una nave en movimiento a 13 mil pies de altura fue una experiencia que no se va a repetir (al menos que lo haga porque el alado se quema, o se va a estrellar y me da tiempo).

Al llegar a tierra y emulando al Papa, mis labios se fundieron con el verde prado. Como ratero que huye del lugar de su crimen, tuve que correr motivado por mi instinto de superviviencia, para nunca regresar.

En el siguiente vuelo pude comprobar mi fracaso.  Al primer movimiento entre nubes, el horror vino a mi silla y no me quiso abandonar hasta aterrizar.

-Toma alcohol, de esa forma te olvidas de todo-, indicaron los ‘expertos’. Les hice caso de nuevo. Botellitas de vodka, de whiskey, vino, cerveza, y ginebra rondaron por mis vasos elevados, pero cuando comenzaba a sentirme tranquilo, abrazado por el efecto del etanol en mi cerebro, regresaba una turbulencia suficientemente fuerte como para que mi cuerpo reaccionara matando cada gota embrigante.

Las oraciones tampoco sirvieron de mucho. Con cada moviemiento fuerte en el aire, rezaba todo lo aprendido, y aprovechando mi facultad de inventar frases, pude hacerle oraciones a cuanto santo pasaba por mi mente. Pero el miedo latente no me abandonaba.

-Toma una pastilla para los nervios-, me dijo mi galeno de confianza.

En el siguiente vuelo mi tranquilidad era palpable. Nada me importaba. La bendita pastilla funcionaba. Amaba al piloto, a mis vecinos de silla, a las aeromozas, incluso al chiquillo que lloraba imparable en mi oreja izquierda.
Nada me perturbaba, hasta que el enorme aparato hizo un movimiento brusco no percibido con anterioridad y las luces se encendieron. Una voz de ultratumba nos dijo que una zona de tormenta se avecinaba, y los gritos de terror de otros hicieron que la pastilla de los nervios expirara en mi organismo tembloroso.

Entonces me di cuenta que nada funcionaba, y ahora asumo el karma que va conmigo. Por cuestiones de trabajo, los vuelos se han incrementado, y con ellos el temor que tengo a las alturas. Durante las horas subido en los pajarracos alados, no puedo escribir, ni leer, ni dormir, ni ver una peli en paz.

Por lo general soy un tipo supremamente hiperactivo en tierra, y en el aire, se me triplica la ansiedad.
Camino por los pasillos, me echo agua en la cara, cruzo una pierna, cruzo la otra, me pongo de pie, abro los cajones superiores, prendo la luz, abro el aire acondicionado, vuelvo a caminar, y soy de los que pregunta a las azafatas si el movimiento es normal, a sabiendas de que la respuesta es siempre la misma.

Hace pocas lunas, un viaje al otro lado del mapa hizo que no durmiera por varias noches. Esta vez, estrenaba pastillas para dormir prescritas por mi doctor. Sin dudarlo las introduje en mi organismo siguiendo sus indicaciones.

Momentos luego, mis ojos cansados comenzaron a fundirse. Una somnolencia nunca antes experimentada era el resultado de la medicina tomada. Una cobija tapaba mis piernas, y pude apoyar mi enorme cabeza en la almohada suministrada por las auxiliares de vuelo. Recuerdo solamente a medias lo sucedido a partir de ese momento.

Creo que vivimos una turbulencia exagerada, porque evoco lejanamente los gritos de algunos bullosos pasajeros. Luego pasa por mi mente la comida puesta sobre mi mesa, y al llegar a mi destino, me dijeron mis vecinos de vuelo que les dije en varias ocasiones que prepararan sus discursos, mientras les hablaba con el tenedor en la mano, emulando a un comentarista deportivo.

Recuerdo un poco que tuve alucinaciones con mi botella de agua, y que al bajar de la aeronave las estrofas de un tema de Fito, salieron de mi garganta afinada, dedicadas a la bella abuelita que me miraba como diciendo: -Y este idiota?

El hecho es de que ahora, nuevamente en tierra, pienso en que en dos semanas el alado amigo que me lleva de un lugar a otro, me espera sonriendo en el aeropuerto, y que no es solamente un vuelo los que padeceremos para arribar a casa. Mientras tanto disfruto mis vacaciones en tierra de la mejor manera, y omito pensar en las canciones que con mi tenedor voy a dedicar a otros pasajeros y que van en nombre de mi galeno de cabecera. 

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