-¿Cuándo
encargarás hijos?-, me pregunta un amigo, mientras nos tomamos un trago en
un bar conocido en Miami. (Mencionaría el nombre del lugar, pero aún no me
patrocinan el blog).
-No estoy seguro.
La verdad, cuando lo pienso a profundidad me asusta mucho el hecho de que
alguien dependa de mí-, le contesto confundido.
-Es la mejor sensación
del mundo. Yo tengo 3, y a pesar de que son difíciles, al final del día son un
regalo del cielo-, argumenta aquel hombre, sin remedio alguno.
-Bebo mi whiskey
en silencio, mientras observo que una llamada entra al celular de mi amigo. Es
su esposa preguntándole en dónde está, y gritándole algo, que incluso con el
sonido abrupto del lugar, logro escuchar.
El sujeto se
despide de su mujer, termina su trago con ligereza, y se pone de pie.
-Me tengo que ir
Héctor. Laura, la más pequeña, tiene fiebre y no para de llorar-
Nos despedimos con
un apretón de manos, y lo observo salir de aquel lugar con cara de susto.
Quizás porque le preocupa su hija, o tal vez porque sabe que le espera un
regaño de su pareja al llegar a casa después de las 12 de la noche en viernes.
Conociendo a su
esposa, pienso que la pequeña Laura seguramente está durmiendo en paz, y que el
cuento de la fiebre es solamente una ficción que ha dado el efecto esperado.
-¿Hijos?, qué va-,
pienso de nuevo, y ordeno un nuevo whiskey en las rocas a la bella ‘bartender’
que me atiende.
No estoy diseñado actualmente
para compromisos serios, y un hijo (a), es una responsabilidad inmensa que no
quiero tener ahora. Depender de alguien, o que alguien dependa de mí, me llena
de pánico.
Tal vez es
irresponsabilidad ilimitada, -lo acepto-. Quizás es mi deseo de libertad que
pienso se verá mermado con la idea de tener niños. Siempre he pensado que el
mundo en el que vivimos está vuelto mierda, y no es justo crear seres humanos
cuando hay ya aquí tantos sufriendo abandonados.
Respeto las ideas
ajenas, y adoro a los hijos de mis amigos, y a mi sobrinito bello. Comparto la
felicidad de los que esperan con ansias sus bebés; pero realmente no quiero ser
padre.
Tampoco quiero ser
esposo, novio, hijo, hermano, amigo, sobrino, o empleado de alguien. Pienso que
algo raro sucede conmigo, porque no estoy de acuerdo con ideas preestablecidas,
con títulos impuestos socialmente, o con la coerción de los espacios propios.
Estamos diseñados
para amar a un grupo exclusivo en el mundo en que vivimos. Amamos a nuestra
pareja, familiares y algunos amigos. Pero no al extraño que pasa frente a
nuestras narices con cara de ‘no me importa’, y a quien jamás volveremos a ver.
No nos importa su
suerte, ni nos preocupamos por sus problemas, pues suficiente tenemos con los
propios y los inconvenientes de los que amamos.
Pero incluso aquellos
que cotidianamente encontramos en nuestra rutina (el portero, el vecino, el
panadero, la empleada del supermercado, el cajero del banco, el jefe, la
chismosa del vecindario, etc.), nos importan poco, y no tenemos afecto sincero
hacía ellos.
¿La razón? Pues, porque
no son nuestra familia, o amigos de toda la vida.
-Es que la sangre
hala-, diría mi abuelita, pero, ¿acaso no debemos todos cuidarnos como especie,
sin importar si somos o no, de diferente estirpe sanguínea?
Mientras filosofo
como inerte en medio de las estepas, me doy cuenta que el mismo bar es un
desierto. Hay tanta gente alrededor, pero todos están enfocados en sus propios
asuntos. Y como este bar son las calles, la ciudad, el país, el mundo. Lo peor
de todo, es que ahora pienso, que el mundo que es inhumano, el país que no
entiendo, la ciudad que me abruma, las calles que sufren entre la apatía, y el
bar que me alberga sin entenderme, son solo los míos, mi realidad, y la que
puede ser diferente a la de otros.
De un momento a
otro recibo un mensaje de mi mamá, en el que me bendice y me desea una buena
noche, añadiendo que mi padre me manda un beso. El alma se me ilumina con el
cariño de mis viejos que adoro, y sin saber cómo lo hacen, el amor que me entregan, logra irradiar en ese momento a todos los presentes en aquel establecimiento lleno de
humo de cigarrillo y etanol.
Miro el reloj, son
las 3 de la mañana y mi compañía son mis padres a la distancia. Sintiéndome afortunado
y un poco borracho, decido pagar la cuenta y emprender mí huida hacia mi nicho,
donde trataré de descansar en paz por unas horas.
Al despertar hoy,
le escribo a mi amigo para preguntarle por Laura, la niña de la fiebre.
-Está muy bien
hermano-, me contesta.
-¿Quieres que
salgamos por un trago más tarde?-, le pregunto.
-Quisiera, pero
creo que ahora el que me estoy enfermando soy yo-, indica mi amigo, mientras
escucho de nuevo la voz chillona de su esposa cuando le grita: ‘Cuelga ya que
te estamos esperando’.
-Espero te mejores
pronto-, le deseo sabiendo que la enfermedad que padece es la prohibición y el
temor a su superior.
-Gracias, y Héctor,
una cosa más-, argumenta. –No te apresures a encargar hijos, aun tienes
tiempo-.
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