Destapo una Budweiser
escondida en mi nevera tras el tarro de la mostaza. Le doy un primer sorbo
mientras suena en el fondo de mi apartamento una canción de la difunta
Winehouse. Pienso que el ‘rehab’ del que tanto cantaba le hubiera sentado bien,
y quizás aún estuviera por estos lares.
Son solamente las
7 de la noche de un viernes de enero, y la pasividad de esta noche comienza a
agobiarme un poco. Prendo un cigarrillo mentolado y le doy unas bocanadas, pero
pronto me harto de su sabor dulce, y como acto reflejo lo arrojo por mi balcón.
-Este no es un
basurero, respeta-, me grita molesto el vecino del piso inferior, y quien se
encuentra, para mi mala suerte, en su patio con su novio.
Les pido
disculpas, y les digo que lo hice sin ni siquiera pensarlo. Argumento en la
misma frase que nunca he tirado colillas de mis cigarrillos a su territorio, y
que soy un idiota por hacerlo esta vez. La verdad es que soy un idiota por no
haberme fijado que los vecinos estaban allí, pero ya es tarde para
arrepentimientos.
Los dos hombres,
con los que jamás he tenido una conversación amena, siguen lanzando quejas
directas en mi contra, y entre ellos indican lo desagradable que soy con mi
comportamiento.
Una vez más les
digo que lo siento, y me ofrezco a bajar y recoger mi medio cigarrillo del piso,
pensando para mí, que todavía puedo terminarlo con otra cervecita, pero ellos
niegan mi entrada a su hogar, y a regañadientes aceptan mis disculpas.
Les ofrezco dos
cervezas como tregua a nuestra guerra de nicotina, invitándolos a que fumemos
la pipa de la paz con otro de mis mentolados amigos; pero ellos me dicen que no
es necesario, y sin mucha simpatía se despiden y se pierden de vista.
La verdad es que
es la primera vez que lanzo basura al patio de abajo, y me avergüenzo por esta acción
que causa una imagen reprochable de mí mismo. Simultáneamente me alegro que los
enojados chicos no hayan aceptado mis cervezas, ya que al revisar nuevamente mi
electrodoméstico gigante, descubro que solo queda una botella más. (La que por
cierto, me estoy tomando en este momento).
He tenido un día
diferente. Una jornada donde me he preguntado si realmente estoy haciendo lo
que quiero hacer con mi vida, y si me hace feliz la forma en que pasan mis
días. En la tarde almorcé con una buena amiga, y entre mi lasaña y su ensalada
de tomate y queso, le dije que me encantaría perderme por algunos meses en un
bosque donde pudiera desintoxicarme de una cotidianidad que muchas veces me
hace mal. Le dije que en muchas ocasiones me siento atrapado en un sistema que
no me gusta en absoluto, y en el que hay que sobrevivir a toda costa. Le
comenté que hay días en que me harto de un mundo donde la apariencia, la ignorancia,
la superficialidad y las ganas de figurar, son relevantes.
Y es que
analizando un poco mi ser interior, y la forma en que miro mi espacio en este
momento he llegado a una conclusión que no me gusta para nada: ‘Me siento
perdido’.
A mis 37 años,
siento que no tengo un rumbo claro que me haga feliz. Inmediatamente pienso que
la felicidad es momentánea, y que viviendo en medio de tanto sufrimiento ajeno
y propio, carencia de justicia social, ignorancia, desequilibrio económico y sobrevaloración
de la frivolidad, es imposible para mí ser feliz todo el tiempo.
Mientras analizo mi
entorno cual estudiante primíparo de filosofía, varios golpes en mi puerta
sacuden mi último trago de cerveza.
Al abrir encuentro
a mis dos vecinos, quienes tras calmar su enojo decidieron aceptar mi invitación
de mentiras a consumir las dos cervezas que van bajando por mi intestino
delgado y que pronto desecharé emulando la clásica canción de los ‘toreros
muertos’. ¿Se acuerdan?
Los saludos con
amistad, y los invito a seguir a casa.
-¿Amy Winehouse?-,
me pregunta uno de ellos, indicando que la vio en concierto años atrás en
Londres, de donde son originarios el vecino y su comprometido.
Sonrío y les digo
que ya no tengo cervezas, y que el único alcohol que me sobrevive son un par de
botellas de vino tinto, y ante una sonrisa de aceptación destapo una de ellas y
brindamos por el hecho de estar vivos.
Adam y Robert, me
cuentan un poco de sus vidas, me dicen que se casarán pronto, y hasta me
invitan a su fiesta. Brindamos nuevamente por su futuro, y luego fumamos mis
mentolados desde mi balcón, mientras disfrutamos de la pasividad de la noche y
de la bella voz de la británica.
De un momento a
otro, Adam arroja lo que queda de su cigarrillo a su propio balcón, y al darse
cuenta de lo que ha hecho, se lleva las manos a su cabeza y hace una mueca de
culpa con la que va implícita una amistad que posiblemente perdure por mucho
tiempo.
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