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sábado, 6 de enero de 2024
Es momento de regresar
viernes, 15 de diciembre de 2023
No hay octavo malo
Es casi la una de la madrugada y como de costumbre, no puedo conciliar el sueño. Pensé que con la entrada de los años el insomnio me abandonaría y me convertiría en un durmiente normal, pero ha pasado lo contrario, entre más hojas de calendario acumulo, menos duermo.
Opto entonces por salir a caminar alrededor de mi vecindario, pensando que el aire fresco podrá ayudarme a mitigar mi ansiedad. Me monto en mis tenis viejos, verificando antes que no tengan rotos en las suelas, porque lo más probable es que en cualquier momento comience a llover.
Después de varios minutos abandono mi edificio con el beneplácito de Alí, el portero de turno, quien me ha interrogado sobre las razones de mis saludas nocturnas solitarias, me ha dado consejos en contra de mis hábitos ocultos de tabaquismo, e incluso se ha quejado -en forma de chisme susurrado- porque la nueva vecina del octavo piso subió pasada de tragos con un grupo de amigos.
-Imagino la “fiestica”
que van a armar allí-, argumenta de manera moralista.
No contesto nada, pero me veo muy tentado a subir a saludarla; no obstante, retomo mi proyecto primero y mejor me largo a las aceras antes de que la ansiedad se torne en algo más. Prendo un pucho (cigarrillo) y comienzo a caminar sin prisa, sin rumbo, sin motivo alguno, tal como a veces hay que dejar que la vida pase. Cruzo calles mientras mis cenizas van perdiéndose en el ambiente frío. La brisa anunciada hace su llegada, pero no es impedimento para mi caminata nocturna. Prendo otro y sigo adelante, obligándome a no pensar en nada concreto, solo enfocando mis sentidos amorfos en el momento: en el sonido de los grillos, en el de mis zapatos saltando sobre los charcos que ya se forman en las esquinas, en el del viento que golpea con fuerza mi cara afeitada. No quiero posar mi mente en ideas preconcebidas, en mis carencias, en aquellas circunstancias imperfectas que quizás son las que me generan ansiedad.
Disfruto plenamente de la lluvia fuerte que ahora me baña, de la soledad del momento, de mí mismo.
He llegado hasta un pasadizo a orillas del mar, a unas siete calles de la mía. Los edificios contiguos tienen sus luces apagadas, no hay nadie alrededor, y eso me gusta. De un momento a otro escucho el rugir de los motores de un par de autos que circulan sobre un puente que se levanta sobre el océano, y deduzco que aquellos choferes llevan prisa, esa prisa que no conduce a ninguna parte, esa que a mí me ha hecho tanto daño.
Decido allí, bajo el aguacero, que quiero vivir mis días a otro ritmo. Quiero bajar mis revoluciones y estar más presente en el ahora, controlar mis emociones, mis reacciones.
Con paso lento comienzo el regreso a casa, pero minutos después pasa otro vehículo y, a propósito, -lo afirmo con seguridad- acelera en la esquina en la que estoy para bañarme con el agua sucia acumulada en la calle.
-Pedazo de hijo de p…-, le grito con todas mis fuerzas, deseando que el motor se le funda en la otra esquina. Inmediatamente la voz de mi consciencia me dice: “Héctor Manuel: empezamos muy bien a controlar las emociones, felicidades”. Sonrío y prometo que seguiré trabajando en mis múltiples defectos, al momento en que miro calle arriba anhelando que el idiota del carro rojo se haya atascado, pero no es así.
Al llegar a mi edificio encuentro de nuevo a Alí, que me mira incrédulo por mi estado empantanado.
-No imagino cómo va a quedar tu apartamento cuando entres, seguro tu mujer se va a enojar-, me dice entre risas maliciosas.
-Nah, ella debe estar en el octavo piso enrumbada con la vecina nueva-, le contesto mientras se cierra la puerta del ascensor y veo su cara de sorpresa.
Ahora, no sé a qué piso ir.
viernes, 8 de diciembre de 2023
Cumplimos diez años.
Llegó el momento de escribir nuevamente. He pasado casi dos años sin hacerlo; meses en los que he tenido tres pérdidas en mi vida, días eternos de vacíos, de duelo infinito, de dolor. Pero no quiero regresar a este espacio con una nota negativa, ya que para bien o para mal, hay que mirar la realidad tal y como es: una rueda que baja y sube constantemente y en la que todos estamos montados.
Alguien especial me recordó hace algunas semanas que diez años atrás comencé a escribir este blog, por lo que bien vale la pena no dejar pasar este 2023 sin al menos subir un texto de conmemoración, o celebración. La verdad es que abrí este espacio como un ejercicio de escritura personal, posando en páginas en blanco mis propias vivencias, las formas amorfas en que veo la vida, sensaciones que pocas veces me atrevo a decir, incluso secretos y pasiones ocultas que como todos, tengo guardadas en un baúl, y que, cuando las dejo escapar generan historias sui géneris, experiencias inverosímiles, misterios, magia.
Jamás esperé que mis escritos sin sentido pudieran atraer a otros -quizás, tan locos como yo-. Tampoco imaginé que en un momento determinado este blog tuviera más de 38 mil lectores de muchas partes del globo, y que fuera traducido a idiomas que yo no hablo. Allí constaté que, sin importar las distancias, las culturas, las creencias, somos todos muy parecidos en nuestras historias diarias, y que el poder de la palabra escrita es valioso y nos une como seres humanos.
Hoy, no tengo más que agradecimiento con los lectores que interactúan con estas letras, con aquellos que toman un par de minutos de su tiempo para absorver mis líneas, con los que apoyan mis novelas, mis narraciones. Les soy sincero: el trabajo de un escritor es muy solitario y así lo neguemos, quienes escribimos necesitamos escuchar o leer alguna crítica (buena o mala) para saber que por lo menos no hacemos algo en vano.
Por ahora, la rueda sigue girando y no tengo otra opción que girar con ella, y seguir haciendo lo que bien o mal me gusta hacer: escribir, crear, pintar con letras mi propio sendero. Ya llegarán días mejores y con ellos, escritos más útiles que este.
miércoles, 13 de abril de 2022
El alma fragmentada
Confieso que he intentado escribir este blog durante semanas, pero no he podido hacerlo porque la melancolía, la depresión, el estrés, los dolores agudos de cabeza y otros factores similares me agobian las 24 horas de cada jornada y no me dejaban proseguirlo.
Ya ha pasado más de un mes… un difícil mes desde que mi papá dejó el cuerpo al que nos tenía acostumbrados y se sumergió en el abismal cosmos energético que no podemos ver físicamente pero que percibimos cuando nuestros sentidos más sublimes se conectan con la irrealidad atípica y mágica que existe al otro lado del camino.
Luego de millones de lágrimas, de vacíos profundos y liqueos infinitos en el alma, concluyo que mi viejo hermoso solo cambió de forma, y todavía sigue tan presente como cada una de estas líneas.
Yo no soy un ser religioso, tampoco creo en dogmas institucionales plasmados en libros milenarios, es más, mis dudas, acrecentadas aún más en este proceso de duelo, me hacen pensar de nuevo que no hay seres individuales superiores que se encargan de la salvación o la condena de los vivientes; aun así, sé por vivencia propia que hay fenómenos que lastimosamente no podemos explicar y que me dan la tranquilidad de saber que mi papá sigue con nosotros, sigue aquí conmigo.
Y es que el tabú de la muerte en nuestras sociedades incrementa el dolor de perder a un ser amado, porque pasamos la vida escondiéndonos desde siempre de este tema obligatorio, hasta el punto que fingimos que podremos evitar nuestro desenlace único, pensando que nuestros cuerpos son inmortales, sin entender muy bien que cada segundo la cadavérica nos respira en el cuello.
¿Acaso no sería más fácil ver la muerte como lo que es, una condición humana, un momento inevitable y común en la evolutiva escala universal? ¿Por qué la romantizamos tanto al punto de hacernos daño?
A partir del viaje de mi papá comencé a investigar mucho más sobre la muerte, me adentré en la tanatología, en lecturas relacionadas con el más allá, en prácticas de meditación, en grupos de apoyo que no han servido, siempre queriendo buscar una respuesta concreta a mi actual estado de pánico profundo.
Muchas noches he salido en mi auto mientras una canción de heavy metal suena con el volumen al 100%, opacando mis gritos de desespero y amargura, una técnica que bien me ha funcionado y que recomiendo a quienes pasen por momentos similares, pues luego de varios bramidos mi cuerpo queda en un estado de cansancio que me ayuda a conciliar el sueño por algunas horas.
Pero la verdad sea dicha, no hay nada que pueda remediar una tristeza causada por un duelo. No encuentro nada que me haga sentir mejor.
Sé que muchas personas están pasando por situaciones parecidas, con dolores agónicos enmarcados en hijos, parejas, hermanos, padres, seres amados que jamás volveremos a ver aquí, y sé que todas esas penas experimentadas de forma diferente son válidas y profundas.
También he aprendido que los duelos tienen varias etapas (negación, ira, negociación, depresión, aceptación) y que todas las personas reaccionan diferente ante ellas. En mi caso particular, nunca viví la negación de la ida de mi viejo, pero sí tengo rabia, mucha, y depresión, bastante, y también negocié sin frutos, y la aceptación es tácita, porque hay momentos del día en que me cuesta aceptar que ya no veré a mi mejor aliado, a mi hombre favorito.
Extraño escucharlo, verlo, llamarlo para comentar los resultados de cada partido, llegar a casa y esperar su arroz con leche, sentarme con él a recibir sus consejos sabios, sentir su presencia que llenaba todo…
Yo no puedo despedirme de papá, porque él sigue haciendo parte de mi cotidianidad, pero ¿a quién pretendo engañar? ¡Él ya no está aquí! y odio con el alma saberlo.
El día que papá murió, una parte de mí murió con él, pero no por esto voy a rendirme ante la vida, pues él no lo hubiese querido así. Yo conservo sus recuerdos, sus enseñanzas, la familia que junto a mi madre construyó y que es pilar fundamental en mi ruta. Por siempre llevaré su legado, se lo enseñaré a mi hijo para que él también lo viva y comparta con los suyos. Mi viejo Gildardo fue un hombre de honor, su palabra era documento notariado, su fe, honorabilidad y pasión por la justicia resaltaban cada día entre quienes lo rodeábamos.
En estos momentos de amargura, donde me siento perdido y agobiado, en estos momentos que son los peores que he vivido, me he dado cuenta también quiénes son los amigos, porque a veces podés estar rodeado de mucha gente, pero cuando más los necesitas, muchos optan por tomar distancia.
La vida continúa, dicen algunos, pues sí, la verdad es que la vida sigue, pero uno ya no es el mismo, es imposible volver a hacerlo con las cicatrices que llevas por dentro.
Solo espero algún día ser la mitad del hombre que fue mi viejo hermoso, entonces ahí podré estar en paz y llegar a abrazarlo de nuevo.
Gracias papá por tu entrega y amor constante, por tus sacrificios y cuidados, por tus preocupaciones y por tu entereza. Siempre fuiste y serás un luchador. Te amo, admiro y llevo en el alma, porque somos uno.
miércoles, 31 de marzo de 2021
La tardanza que tanto espero.
Mi pequeñito viene en camino y según los cálculos iniciales de la cigüeña que contratamos para su viaje, su llegada sería a mediados de junio. Pero, imagino que por la pandemia, las fechas cambiaron y ahora nos ha puesto a correr con la construcción de una pista de aterrizaje, pues en una misiva inesperada nos indicó que planeaba sorprendernos con un arribo prematuro. Y sí... vaya sorpresa.
La verdad es que en casa lo estamos esperando con ansias, no solamente su mamá y yo, sino además un par de elefantes, un león, un cocodrilo, un tigre y un rinoceronte, que no dejan de susurrar en las madrugadas los planes que tienen para entretenerlo, logrando fácilmente que me sume a la conversación encantadora donde lo imaginamos disfrutando la vida y descubriendo con ímpetu la magia que tantos hemos olvidado.
Sabemos por anticipado que a pesar de que ahora solo pesa dos libras y 13 onzas, su presencia es gigantesca entre sus allegados y que su sobrenombre de 'arrocito' es el común denominador de cada conversación diaria. Apenas ha comenzado a abrir los ojos en su cueva caliente y ya tiene fuera de ella una mini biblioteca con tomos llenos de fantasía, con libros que siguen llegando a su nombre de muchas partes, con poemas y canciones dedicadas a su existencia de pocos meses, con espacios designados para que él mismo los llene con sus historias favoritas.
Mi principito de movimientos acelerados, de hiperactividad extrema, de palpitaciones sonoras, presume con certeza que es generador de suspiros y, aprovechándose de nuestra desmesura de amor, está intentando casi con éxito dar un salto por los signos zodiacales y escoger su propio destino. Y a pesar de la ansiedad por tenerlo fisicamente en este plano, por verle su cara de pirata al encontrar el tesoro de la isla, por olerlo y contar cada noche sus dedos para verificar que el cocodrilo de la repisa no se ha comido alguno de ellos, le hemos pedido encarecidamente que retarde por unas cuantas semanas su descenso, que se cocine mejor en el horno casero de leña eslovaca y que entre a jugar en el segundo tiempo, pues de lo contrario le tocaría quedarse por muchas lunas en una cuna de cristal caliente VIP donde los animalitos de casa no tendrán acceso.
La verdad es que el dueño de los animales de peluche y de los corazones de muchos, aun no está del todo desarrollado como queremos y una aparición de ipso-facto puede conllevar algunos dolores de cabeza que no se curan con un solo Advil.
Pero el destino es inesperado y muchas veces, la mayoría, la rueda gira por senderos enlodados para enseñarnos a ser mejores conductores. Como dice Matilde, la abuelita de mi arrocito, "una cosa piensa el burro y otra el que lo monta", y mi pedacito de corazón, así chiquito como se ve en las pantallas de este hospital, tiene la determinación de torear la vida a su propio ritmo.
Así que anticipado, cumplido o tardío, detrás de su figurita de 29 semanas hay un ejército de almas apoyándolo desde ya en muchos aspectos. Doctores y enfermeras que hacen esfuerzos por entretenerlo un poco más dentro de su primera morada, familiares que están pendientes a la distancia de cada patada de Kung-Fu que se escucha en los monitores, amigos que mandan desde muchas partes de este globo su mejores energías para que el paracaídas en el que viene se abra plenamente y logre caer de pie.
Y aquí, sentado en una silla que se abre a medias y en la que intento descansar desde hace varias noches (y en la que seguramente pernoctaré por semanas), analizo la vida. Quizás si esto hubiese pasado algunos años atrás estaría asumiendo un rol de víctima, preguntándome la razón por la que algunas cosas no salen de la forma en que quieres, incluso maldiciendo la suerte. Pero hoy no lo hago más, por el contrario, estoy agradecido de que mi hermoso gordito o flaquito esté a punto de reventar su globo porque pienso en todos aquellos bebés que nacen de manera anticipada sin los cuidados médicos para que logren sobrevivir, en aquellos que sufren dolencias sin acceder a servicios sanitarios dignos, justos.
A pesar de mi preocupación normal, hoy me pregunté qué estoy aprendiendo con este proceso, de qué manera esta vivencia me hace crecer. Y he hallado diversas respuestas, como que no puedo controlar todo lo que quiero, que puedo hacer un alto en el camino y tanto mi trabajo como otras obligaciones pueden continuar sin mí, que la prioridad en la vida es la familia, que tengo círculos de gente que nos apoya, que mi fe en otros se fortalece, que la vida se juega sin instrucciones y que esa fuerza universal divina definitivamente está en cada uno de nosotros y por ende somos todos.
Sin llegar todavía, el pequeño saltarín ya me está enseñando lecciones de vida, por eso no tengo duda alguna que mi mejor maestro está cada vez más cerca de este pupilo que llora con las luces apagadas.
martes, 9 de febrero de 2021
Galletas, sangre y adrenalina: el árbol prohibido.
Salgo a caminar por las calles de mi barrio. Ha pasado la medianoche y un viento frío sopla con fuerza sobre mi rostro desnudo. Me he quitado por fin el tapabocas, aprovechando la soledad de las aceras.
Sin prisa, como en pocas ocasiones, emprendo el camino iluminado por las luces de las lamparitas que se posan cada cierto número de pasos. El sonido de los grillos me acompaña y de vez en cuando se cruza con rapidez uno que otro gato, quizás asustado por mi andar zigzagueante (por falta de equilibrio).
Respiro profundamente y me detengo en una esquina cualquiera donde se posa un enorme árbol con sus raíces salidas. Creo que he pasado por ese mismo lugar cientos de veces en los años que llevo viviendo cerca, pero es la primera vez que me detengo a contemplarlo.
Recuerdo entonces cuando hace muchos años, tantos que pareciera una vida distinta, solía subirme en uno de los árboles de la casa de mi abuela. Allí pasaba horas enteras escondido, visualizando el mundo desde la altura, comiendo galletas de dulce e imaginando que algún día edificaría una casita entre sus ramas donde pudiera pasar la noche.
Pero nunca hice esa casa en el árbol. Y el tiempo pasó inclemente. Creo que esa fue la última vez que me subí a un árbol.
Así que sin cuestionarme los motivos para no volverlo a hacer, decidí emular aquellos recuerdos satisfactorios. Ahora no tenía galletas en los bolsillos, ni tampoco tenía que esconderme de nadie, solo de mí mismo.
Para mi suerte, la esquina donde estaba el enorme tronco no tenía luces, así que nadie podría percatarse de mi inocente aventura. Sin la elasticidad de mis años de adolescencia emprendí el ascenso, pero no encontraba con facilidad un sendero de apoyo que me ayudara a escalarlo.
Sin rendirme, pensé en una manera poco convencional para llegar hasta una de sus ramas. Tomé varios metros de impulso y corrí con prisa hacia su tronco, luego me elevé en el aire como jugador enano de baloncesto y me agarré de una de sus bifurcaciones, y con extrema dificultad y ayudado con mis piernas largas logré por fin treparme como malabarista callejero al primer piso.
-Lo logré-, me dije entusiasmado y lleno de orgullo, sin percatarme que había causado suficiente ruido como para que el vecino de la casa contigua se despertara y prendiera la luz de su habitación.
-¿Quién anda allí?-, gritó sin mucha amabilidad.
-Mierda-, pensé asustado. ¿Cómo le explico que estoy recordando viejos tiempos y que no soy un ladrón de paso que intenta saltar hasta su predio?
El hombre se asomó a su ventana y volvió a gritar. Creo que en la oscuridad de la madrugada logró ver mi sombra y se asustó. Luego ordenó a alguien más que estaba con él a que llamara a la policía.
Mil pensamientos pasaron por mi mente en un segundo. Tenía que escapar de allí antes de que llegaran los uniformados y me acusaran de melancólico en primer grado de estupidez.
No podía permitir que mis anhelos de juventud terminaran en un arresto sin motivo, así que ante las nuevas voces de emergencia que se recitaban dentro de esa vivienda, decidí que tenía que saltar del árbol, pero todo estaba muy oscuro y no tenía certeza del lugar donde caería.
Mientras planeaba mi salto al vacío, los bichitos también se despertaron y molestos se abalanzaron contra mis piernas. Ahora estaba picado por varios de ellos, enfrentaba el peligro inminente de la caída al vacío y esperaba con espanto las sirenas policiales o un disparo del enojado sujeto.
A la voz de tres salté sin paracaídas y mi rodilla izquierda recibió el impacto de la tierra mojada. Luego emprendí los cien metros planos (zigzagueantes) como caco de vereda, tratando de llegar a mi edificio antes de que otras luces se encendieran.
Ahora estoy en casa, con una rodilla sangrando y con picaduras de hormigas hasta en las nalgas, además con un antojo mortal de galletas de dulce (inexistentes en mi cocina).
En mi pericia frustrada olvidé el tapabocas colgado en el árbol, el que servirá de evidencia reina (si se animan a hacerle examen de ADN) de que un tipo sin mucha motricidad y con sus recuerdos intactos, extraña a su abuela.
jueves, 3 de diciembre de 2020
2020: el año en que comencé a escribir el libro más importante de mi vida.
¿Qué decir del 2020 que ya no sepan? No ha sido fácil para ninguno de nosotros, ya que todos de una u otra forma lo hemos padecido.
Más de un millón y medio de muertes relacionadas con la pandemia hasta ahora en el mundo, millones de personas que se contagiaron y que padecieron el temor a morir, secuelas físicas que aún habitan en millones de hogares, fuera de las nefastas repercusiones económicas causadas por la pérdida de empleos y el cierre de negocios que nos han sumergido en la incertidumbre sobre lo que sucederá en el futuro.
Creo que todos conocemos a alguien que murió por el virus. En muchas ocasiones, esos casos sucedieron en nuestras propias familias, teniendo que despedir a la distancia a los seres que amamos, los que no pudimos tener cerca en esos últimos instantes. Puedo asegurar que todos tenemos a alguien cercano que por lo menos se contagió. Ahora bien, el cúmulo de ansiedad generado por las malas vivencias y noticias del 2020 ha hecho mella en la psiquis colectiva, aún así, y a pesar de que los contagios continúan con fuerza en el mundo entero, la resiliencia del ser humano es siempre mayor que cualquier obstáculo.
Personalmente yo llevo encerrado en mi casa desde marzo 16, día de mi cumpleaños y momento en que los casos se acrecentaron con fuerza en mi ciudad. Ese fue el último día que estuve en mi oficina y casualmente la última vez que fui a dar clases en la universidad. A partir de ese momento todo cambió para mí, como ha cambiado igual para ustedes.
La esperanza de las vacunas venideras -de la que muchos "expertos" en teorías conspirativas siguen considerando como la marca de la bestia de la que hablan los libros religiosos, o la manera en que los poderosos controlarán las riendas del resto de los mortales-, de lo que no creo lo uno ni lo otro, genera en mí una alegría especial, porque sé que es la antesala a volvernos a abrazar con los abuelos, con nuestros padres, con la familia que no hemos podido ver porque hemos decidido no exponerlos al abismo, con esos amigos que tanto queremos. Y esa esperanza, esa luz al final de este túnel tan largo y oscuro, ayuda a que lidiemos mejor con el aún complicado presente.
Hace pocos días celebramos el Día de Acción de Gracias, una fecha en la que faltaron muchos, pero que sirvió, como ha servido el caos llamado 2020, para darnos cuenta de las cosas que realmente importan en la vida. De todas las situaciones negativas tienen que salir lecciones y aprendizajes que nos hagan crecer y de esta pandemia yo he aprendido a vivir cada día con agradecimiento máximo por seguir aquí, por tener, aunque lejos, a mi familia y saberlos protegidos, por conservar mis dos trabajos en un momento donde hacerlo es una fortuna, por amar lo que hago, por contar con un grupo de amigos cercanos que a pesar de que son pocos, son los necesarios, por la oportunidad de seguir soñando y planeando mi futuro cercano, porque aprendí entre otras cosas a no planearme más a largo plazo.
Y a pesar de que el 2020 también me atropelló, logré ponerme en pie, sacudirme el polvo y limpiar las heridas (que van por dentro) para continuar enfrentando a la vida, porque es que no veo otra forma de vivirla.
En septiembre presenté mi segunda novela (Tarde de golondrinas), que ya fue nominada como libro del año en formato de audilibro. Esto es algo que me sigue llenando de ilusión, especialmente porque antes de que finalice el año podré tenerla de manera física en mis manos.
Sé que diciembre apenas comienza, pero desde ya mi balance me deja con una sonrisa en el alma, una que no se puede controlar y que irradia una energía muy diferente en cada uno de mis poros.
El motivo de mi éxtasis profundo es un libro que comencé a escribir y que jamás quiero terminar. No sé cómo explicar el sentimiento que me embarga ahora, pero lo comparo con un personaje imbatible, sin carencias ni enemigos suficientemente fuertes para destruirlo. Y es que no puedo darme el lujo de bajar la guardia, especialmente ahora que voy a ser papá.
Vos sos desde ya mi obra favorita.
viernes, 3 de julio de 2020
Me cuido de la pandemia mientras estoy despierto, pero dormido no respondo
Escasamente he salido de casa, creo que desde marzo 16, día en que inició la cuarentena en mi trabajo, habré pisado el exterior un par de veces, y eso porque me he obligado a tomar algo de sol y a caminar alrededor de mi casa para respirar aire puro.
Claro, también he ido una que otra vez al supermercado, lugar donde las precauciones que tomo son extremas.
Por eso yo soy de los que todavía al llegar a casa, limpio y lavo las compras, boto las bolsas plásticas, y nunca entro con mis zapatos a mi apartamento. Inmediatamente arribo a mi hogar, meto mi ropa a la lavadora y mi cuerpo a la ducha.
Cada vez que salgo de casa me disfrazo con un tapabocas semi espacial que me cubre casi la cara completa, además siempre salgo con camisetas de manga larga y gorras, fuera de gafas de sol para evitar que mis ojos miopes estén expuestos a cualquier peligro. Los guantes es lo único que he dejado de usar, porque siento que tengo más control cuando mis manos están desnudas, pero de resto, siempre que salgo tiendo a ser confundido con un astronauta.
Aún así, cuando llego a casa y me quito la parafernalia, y me ducho en una ceremonia donde me echo jabón sobre el jabón, y lavo mi ropa, y desinfecto con alcohol las llaves, el celular y los pomos de las puertas, termino con dolor de garganta y pensando que me he contagiado.
Un amigo galeno me ha dicho que lo que pasa es que mientras tenemos el tapabocas puesto, vamos inhalando el monóxido de carbono que estamos exhalando y por eso se nos irrita la garganta por unas cuantas horas, una teoría que tienes sentido y que ha logrado que mi sistema nervioso esté mas relajado.
Pero, a lo que voy con este cuento, es que a veces, en la mayoría de las ocasiones, las cosas nunca pasan como vos quieres y te toca sortear la vida de la manera en que venga.
¿A qué voy con esto? Pues bien, les cuento.
La pandemia ha generado en mi mucho estrés, no es un secreto. Esa incertidumbre sobre lo que pasará con la gente que quiero, esos que están más susceptibles por enfermedades preexistentes; además al trabajar en un medio de comunicación es imposible controlar el flujo informativo que se maneja a diario, donde la mayoría de las noticias tienen que ver con contagios, muertes, desempleo, recesiones y un cúmulo negativo encarnado en la realidad que todos vivimos.
Yo desde el primer día he intentado balancear mi cabeza con ejercicio, meditaciones, lecturas, buena alimentación, pero a veces el estrés no me abandona.
Hace solo un par de noches desperté mientras caminaba en uno de los pasillos de mi edificio. Lógicamente estaba sin tapabocas y sin muchas otras cosas. De un momento a otro sentí que el elevador se abrió y de él salieron varias personas sin protección ninguna que me saludaron con amabilidad y risas, al ver que lo único que tenía puesto eran unos boxers.
Con mi pelo de 4 meses sin cortar, parado por todas los lados, y mi barba sin arreglar, parecía más un náufrago asustado que el patético vecino sonámbulo del 1101.
Cuando me enteré bien de lo que pasaba ya era muy tarde. Ya habían pasado a mi lado varios especímenes humanos que no llevaban tapabocas.
-Mierda-, me dije ya despierto, mientras escuché a pocos metros el sonido trágico del estornudo que desprendía uno de ellos.
Con rapidez regresé a mi cueva, me metí con urgencia a la ducha y luego me preparé un té caliente con miel y limón, pensando mientras me lo tomaba que una cosa piensa el burro y otra el que lo está enjalmando.
Por cierto, el burro de la historia soy yo, sin duda alguna.
domingo, 26 de enero de 2020
Melissa y Yolanda, una unión para siempre.
El sol de enero se mezclaba con el aire del invierno, y por primera vez en muchos meses hacía frío, como en el norte. El viento congelado rozaba su rostro. Se sintió viva, llena de energía, era como si aquellos soplos del ártico le revitalizaran la mente. Una bocanada de hielo la acarició al bajar la ventana de su auto, y allí no pudo evitar que una sonrisa aflorara en agradecimiento, una sonrisa sincera que sería la última de todas.
Apretó uno de los botones que estaban en su llavero intentando abrir la puerta de su garaje, y sin querer abrió fue el baúl de su auto. Yolanda levantó las cejas en señal de molestia, pero intentando resolver su error y no perder mucho tiempo, se bajó velozmente para cerrarlo.
No se dio cuenta que había dejado su auto en reversa. Con paso veloz, como siempre, llegó hasta la parte trasera de su vehículo, y con su mano izquierda cerró la puerta, sin notar que un pedazo de su saco largo gris había quedado dentro del baúl.
Y allí ocurrió su invierno.
El auto comenzó a retroceder, y ella, al intentar moverse hacia un lado cayó al piso, pues no pudo deshacerse del abrigo que la protegía y que ahora la ataba.
La rueda trasera se incrustó en su ser. Un grito agudo llamó la atención de la única persona que pasaba cerca del lugar, una joven con un perrito.
Melissa llegó corriendo, pero era imposible mover el auto. La única solución era levantarlo con un gato hidráulico que permitiría rescatarla.
Tomando su mano, le preguntó su nombre.
-Me llamo Yolanda, indicó la mujer con la voz cortada.
Los gritos de la joven llamaron la atención de los vecinos, quienes se agruparon para intentar levantar el auto, pero no eran suficientes para lograrlo.
-Quédate conmigo Yolanda, ya está llegando la policía, le decía una y otra vez aquella muchacha intentando darle ánimos.
Sus ojos se abrazaron fuertemente. Yolanda ya no emitía sonidos, y poco a poco iba soltando la mano de Melissa.
-Dios está con nosotras, dios está aquí, dios está aquí, repetía la joven como mantra, mientras que su humanidad se derrumbaba al ver que pasaban los segundos y la mujer se alejaba.
-Dios está con nosotras, volvió a decir Melissa entre lágrimas, esas que caían sobre la mano sin fuerza de la mujer.
Una ambulancia arribó al destino. También dos patrullas de policía y un carro de bomberos.
Minutos después, Yolanda partía en una camilla con rumbo al hospital.
Melissa tiene el corazón partido. Hablé con ella y me dice que le duele no haber podido hacer más por la mujer.
Si solo supiera lo vital que fue su compañía en esos últimos minutos de vida de Yolanda, si solo entendiera la importancia de su mano y su voz al lado de quien partía para siempre.
Yolanda tuvo que marcharse en una mañana de viento frío, y a pesar del dolor que sintió su cuerpo, y del pánico por saber que estaba atrapada, no estuvo sola. Había una mano amorosa que la sostenía.
Todos nos iremos algún día, pero ojalá que en ese momento haya una Melissa cerca para que nos tome de la mano y nos diga que Dios está con nosotros.
lunes, 30 de diciembre de 2019
La vida que vivimos Vs. La vida que queremos
Como sociedad nos hemos convertido en productos egocéntricos que reflejan la codicia, pero como individuos podemos aún hacer la diferencia y mejorar la vida de muchos, la nuestra propia, la del planeta que nos acoge de manera especial, brindándonos todo lo que realmente necesitamos.
Minimizar posesiones y maximizar sentimientos, una premisa que seguramente nos ayudaría a ser más felices y vivir en mayor calma, pero que a la vez se vuelve tan complicada de obtener, pues nos hemos mal acostumbrado a hacer lo contrario, acumulamos objetos y nos autocensuramos al momento de expresar lo que sentimos, quizás porque pensamos que es una debilidad que no podemos permitirnos.
Hace poco veía unos videos de Youtube donde varias personas con enfermedades terminales, y otras de avanzada edad manifestaban sus arrepentimientos máximos, y coincidían en que si pudieran regresar el tiempo se enfocarían en viajar más, en abrazar a los que ya no están en sus vidas, en leer el mundo maravilloso que vive entre páginas mágicas, en esclavizarse menos buscando bienes materiales y liberarse más buscando lo que realmente sus corazones querían hacer, y aquí se referían a sus pasiones de vida, esas a las que muchos renunciaron porque eran inconvenientes y poco lucrativas.
¿Por qué esperar a que sea tarde para lamentarnos de no haber tenido la vida que quisimos?