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viernes, 15 de diciembre de 2023

No hay octavo malo

 Es casi la una de la madrugada y como de costumbre, no puedo conciliar el sueño. Pensé que con la entrada de los años el insomnio me abandonaría y me convertiría en un durmiente normal, pero ha pasado lo contrario, entre más hojas de calendario acumulo, menos duermo.

Opto entonces por salir a caminar alrededor de mi vecindario, pensando que el aire fresco podrá ayudarme a mitigar mi ansiedad. Me monto en mis tenis viejos, verificando antes que no tengan rotos en las suelas, porque lo más probable es que en cualquier momento comience a llover.

Después de varios minutos abandono mi edificio con el beneplácito de Alí, el portero de turno, quien me ha interrogado sobre las razones de mis saludas nocturnas solitarias, me ha dado consejos en contra de mis hábitos ocultos de tabaquismo, e incluso se ha quejado -en forma de chisme susurrado- porque la nueva vecina del octavo piso subió pasada de tragos con un grupo de amigos.

-Imagino la “fiestica” que van a armar allí-, argumenta de manera moralista.

No contesto nada, pero me veo muy tentado a subir a saludarla; no obstante, retomo mi proyecto primero y mejor me largo a las aceras antes de que la ansiedad se torne en algo más. Prendo un pucho (cigarrillo) y comienzo a caminar sin prisa, sin rumbo, sin motivo alguno, tal como a veces hay que dejar que la vida pase. Cruzo calles mientras mis cenizas van perdiéndose en el ambiente frío. La brisa anunciada hace su llegada, pero no es impedimento para mi caminata nocturna. Prendo otro y sigo adelante, obligándome a no pensar en nada concreto, solo enfocando mis sentidos amorfos en el momento: en el sonido de los grillos, en el de mis zapatos saltando sobre los charcos que ya se forman en las esquinas, en el del viento que golpea con fuerza mi cara afeitada. No quiero posar mi mente en ideas preconcebidas, en mis carencias, en aquellas circunstancias imperfectas que quizás son las que me generan ansiedad.

Disfruto plenamente de la lluvia fuerte que ahora me baña, de la soledad del momento, de mí mismo.

He llegado hasta un pasadizo a orillas del mar, a unas siete calles de la mía. Los edificios contiguos tienen sus luces apagadas, no hay nadie alrededor, y eso me gusta. De un momento a otro escucho el rugir de los motores de un par de autos que circulan sobre un puente que se levanta sobre el océano, y deduzco que aquellos choferes llevan prisa, esa prisa que no conduce a ninguna parte, esa que a mí me ha hecho tanto daño.

Decido allí, bajo el aguacero, que quiero vivir mis días a otro ritmo. Quiero bajar mis revoluciones y estar más presente en el ahora, controlar mis emociones, mis reacciones.

Con paso lento comienzo el regreso a casa, pero minutos después pasa otro vehículo y, a propósito, -lo afirmo con seguridad- acelera en la esquina en la que estoy para bañarme con el agua sucia acumulada en la calle.

-Pedazo de hijo de p…-, le grito con todas mis fuerzas, deseando que el motor se le funda en la otra esquina. Inmediatamente la voz de mi consciencia me dice: “Héctor Manuel: empezamos muy bien a controlar las emociones, felicidades”. Sonrío y prometo que seguiré trabajando en mis múltiples defectos, al momento en que miro calle arriba anhelando que el idiota del carro rojo se haya atascado, pero no es así.

Al llegar a mi edificio encuentro de nuevo a Alí, que me mira incrédulo por mi estado empantanado.

-No imagino cómo va a quedar tu apartamento cuando entres, seguro tu mujer se va a enojar-, me dice entre risas maliciosas.

-Nah, ella debe estar en el octavo piso enrumbada con la vecina nueva-, le contesto mientras se cierra la puerta del ascensor y veo su cara de sorpresa.

Ahora, no sé a qué piso ir.

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